La retirada de Nadal nos arrebata la roca que nos defendía del paso del tiempo, pero glorifica la ejecutoria de un atleta homérico cuyo mejor recurso no fue el brazo de Thor, sino la cabeza de un sabio
La retirada de Nadal nos arrebata la sensación de inmortalidad que él mismo nos había inoculado. Se había convertido en una roca, en el mascarón de proa que surcaba el espacio y el tiempo. En la certeza que amenazaba la incertidumbre. En la eterna prueba contrarreloj.
Y pensábamos que nunca llegaría a retirarse, convertido en un personaje homérico cuya ejecutoria y proezas transitaban de la gloria al dolor, aunque no era tan sencillo identificarlo en la rutina de la derrota.
Un dios humano fue Nadal. Por eso resultaba tan asequible identificarse en las tinieblas de las lesiones. Llamarle Rafa como si fuera de la familia. Y asombrarse de una capacidad adaptativa cuyos resultados -22 Grand Slams- explican el camino de perfección concebido en un territorio hostil.
Era el de Nadal un físico contraindicado para el tenis, pero la disciplina, el entrenamiento y la cabeza le convirtieron en el mejor de los anfibios. Y no por discutirle el linaje de Thor en el brazo izquierdo, sino porque la disputa histórica frente a Federer y Djokovic se produjo en el hábitat natural de ambos. Agua en el agua eran sus rivales, bailarines ingrávidos.
Y Nadal el carnívoro -el caníbal- fue capaz de destronarlos en el esplendor de la hierba, aunque los mayores hitos se formalizaron en el polvo de ladrillo de Roland Garros, como si fuera el manacorí una criatura telúrica.
Adquiría así Nadal la naturaleza de Anteo, figura mitológica que trituraba como la arcilla la osamenta de los rivales y cuya fuerza se renovaba cada vez que su cuerpo tomaba contacto con la tierra.
Foto: Ulises Sánchez-Flor
Fue la arena de París su pintura de guerra, como fue su rivalidad con Federer el argumento dialéctico del antagonismo perfecto. Apolo contra Dionisos, el bisturí contra el picahielos, Alí contra Foreman,
Cuenta muy bien la historia un relato de Foster Wallace cuya inspiración proviene de la finalísima de Wimbledon en 2008. Y toma partido el escritor americano por el tip tap de Fred Astaire, pero se reconoce deslumbrado por la ferocidad del adversario: “Su forma de echar vistazos cautelosos de lado a lado mientras recorre la línea de fondo, parecen convertirlo en un presidiario esperando a que lo ataquen con un cuchillo de fabricación casera”. Rivales, amigos, adversarios complementarios: el arte de Federer destacaba sorteando el campo de minas de Nadal. Y los bombardeos de Nadal resonaban también más en ese campo de amapolas que el maestro suizo mecía con su raqueta como un espigador ilustrado.
Federer jugaba al tenis como un bailarín. Ingrávido, provisto de la belleza cinética que San Agustín atribuía al arte en movimiento. Era como Jordan. La pista no representaba un terreno de juego, era un hábitat.
Y Nadal prorrumpía como una especie de transgresor. Un okupa que podía dedicarse al tenis o a cualquier otra cosa en su naturaleza magmática, incandescente. La raqueta no es la prolongación de su brazo, como ocurre con Federer, sino la antorcha de un héroe, la espada de un gladiador, el mástil de un barco que ha encallado para recordamos que todos somos mortales y que el vacío del tenista es nuestro propio abismo.
Tanto abusamos del adjetivo histórico que se queda hueco cuando hay que usarlo con propiedad. Por ejemplo, ahora, cuando procede calificar a Nadal no ya como el mejor deportista español de todos los tiempos, sino como el único que puede conservar el título con el paso de las décadas y los siglos.
Puede que no le perdonemos nunca la indumentaria del pantalón pirata. Ni el daño que hizo entre sus imitadores, pero la mácula es una anécdota en la relación rutinaria de Nadal con las proezas. Los partidos de Nadal duraban como una ópera de Wagner de las largas. Ha multiplicado por tres los trabajos de Hércules.
Ha demostrado Nadal que al tenis no se juega con la muñeca y el brazo, sino con la cabeza. Que el dolor se conjura mordiendo los trofeos
Ha demostrado Nadal que al tenis no se juega con la muñeca y el brazo, sino con la cabeza. Que el dolor se conjura mordiendo los trofeos. Y se había convertido en el antídoto definitivo contra la decadencia y el envejecimiento. No las suyas, sino las nuestras. Porque la eterna plenitud de Nadal nos proporcionaba a todos el elixir de la eterna juventud. No le llaméis Ismael. Llamadle Rafa.