El pontificado de Benedicto XVI se caracteriza no por lo que hizo sino por lo que dejó de hacer: renunciar al anillo, mostrarse humano y predisponer una Iglesia más colegiada que no ha terminado de llegar
Le sorprendería a Benedicto XVI el consenso y el reconocimiento con que se ha observado la noticia de su muerte, probablemente porque el pontificado populista y sensiblero de Francisco encuentra en el alter papa germano la contrafigura de la ortodoxia y el espesor litúrgico, más allá de la erudición, de las cualidades de pianista y de la cualificación teológica que representaba la hosquedad de Joseph Ratzinger. Se elogia la honestidad humana del papa germano, el mérito extremo de la renuncia, pero implícitamente se cuestiona el balance y las expectativas de su pontificado. Empezando por la prensa alemana, cuyas ediciones en caliente definían a Benedicto XVI como un papa a contraestilo que ha sido eltimonel de una transición hacia ninguna parte.
La paradoja consiste en que Joseph Ratzinger ha pasado a la historia no por lo que ha hecho, sino por lo que ha dejado de hacer. Rectificando la agonía de Juan Pablo y, probablemente, significándose en los libros como un pontífice de mayor envergadura e importancia que el propio Karol Wojtyla. Cuesta admitirlo ahora por el impacto reciente de Juan Pablo II y por su influencia en la caída del muro de Berlín, pero el estrépito de los años y de los siglos concederá a Ratzinger la distinción de un pionero. La prueba está en que Celestino V se ha convertido en un argumento de tertulia a cuenta de una «abdicación» que se produjo hace ocho siglos y que Dante castigó con la pena del infierno.
La renuncia de Benedicto XVI es el gesto revolucionario de un papa conservador. Tan revolucionario que Joseph Ratzinger se avino a desmitificar la dimensión sobrehumana del pontificado. Ya lo había hecho en un plano bastante trivial, convirtiéndose en usuario de twitter, aunque su adhesión a la red social representó una anécdota respecto a la repercusión teológica del «gran rifiuto» y a las obligaciones del vicario de Cristo.
Es donde se explicaba la irritación de monseñor Dzwisz. Recordaba antaño el arzobispo de Cracovia que Juan Pablo II nunca tuvo la tentación de bajarse de la cruz. Una manera de elogiar la pasión del santo padre en su agonía y martirio ejemplares, de cuestionar la renuncia de Benedicto XVI en la admisión de la impotencia y de distraer el peso que Dzwisz mismo adquirió a propósito de la fragilidad de Wojtyla. Tanto se debilitaba la salud de Wojtyla, tanto el secretario personal del Papa se extralimitaba en sus funciones y se convertía en el cancerbero de la tercera planta de palacio pontificio. Hasta el extremo de que monseñor Dzwisz fue un papa impostor en la sombra sin haber recibido las atribuciones del Espíritu Santo. Benedicto XVI se había prevenido de la decadencia y había abjurado del ejemplo de su antecesor. De hecho, las semejanzas y la continuidad que sobrentendían el traspaso de poderes en el cónclave traumático de 2005 se fueron disipando hasta merodear la discrepancia, cuando no la ruptura. Wojtyla fue el papa hacia fuera, el pontífice extrovertido, el pastor universal, el misionero ubicuo, el atleta supersticioso, pero su desentendimiento de las tareas de gobierno explica que Joseph Ratzinger pudiera objetar -y hacerlo justificadamente- la losa insoportable de una herencia envenenada.
Ha tenido que ser Benedicto XVI el pontífice introvertido, el purgador, el policía de asuntos internos, de forma que los años, el marcapasos y los argumentos de Celestino V en el desengaño de la curia y de la plebe se terminaron convirtiendo en el pretexto de una carambola metafísica que deja boquiabiertos a los lobos: Dios eligió a Joseph Ratzinger porque no quería ser papa y porque sabía que iba a renunciar. El legado es su renuncia. Mostrarse y exponerse humano. Abdicar. Y hacerlo libremente, de tal manera que el gesto relativiza la divinidad y la infalibilidad pontificia y que ha predispuesto las reformas a media de Francisco. No solo en la idea de una Iglesia colegiada y horizontal. También porque la inmolación de Ratzinger arrastraba a los cortesanos y sepultaba la curia en la gran contradicción endogámica y provinciana de los últimos tiempos. El gobierno de la Iglesia era el problema. Y no la solución. Asumirlo implicaba la revolución de abandonar el trono de San Pedro.