Parece demencial, pero, a juzgar por ciertas actitudes y desplantes, en algunos sectores se esperaba que la pérdida de vidas humanas causada por Otis, el más potente huracán de la temporada, fuera mayor para alimentar la cultura necrófila que atenaza y de la cual cierto género de música, las redes sociales y los medios de comunicación son apologetas. De esa manera se habría podido culpar al presidente Andrés Manuel López Obrador por los muertos. Así de desesperados deben estar quienes, desde el principio del sexenio, auguraban todo tipo de catástrofes y un final apocalíptico, el cual, excepto para los fanáticos, no conviene a nadie. Tampoco es sensato creer que sin la 4T el país ya se habría desmoronado. La falta de equilibrios reflexivos sobre el Gobierno de la 4T favorece a su caudillo, quien por ahora, ha ganado la mayoría de las batallas.
Los huracanes Gilberto (1988) y Paulina (1997) provocaron la muerte de 318 y 300 personas, respectivamente. Los desastres ponen a prueba a los líderes políticos y a la sociedad civil. De su respuesta depende su futuro. En los terremotos de 1985, el Gobierno de Miguel de la Madrid, dirigido por tecnócratas, se atrincheró en Los Pinos. Solo el Ejército dio la cara. La ciudadanía se movilizó y suplió a las autoridades en la atención a las víctimas y el rescate de cuerpos sepultados entre los escombros. Tres años más tarde, el PRI estuvo a punto de perder la presidencia, aunque, para conservarla, recurrió al fraude. El Movimiento de 1968, la Masacre del Jueves de Corpus (1971) y los sismos abrieron cauces al cambio democrático en nuestro país.
La sociedad pasó de observadora a protagonista y con ese impulso puso fin al partido de Estado. La alternancia política en 2000 fue la suma de múltiples luchas sociales frente a un sistema cerrado y represivo. Los desafectos al régimen actual, representado por la 4T, esperan que el presidente López Obrador y su partido (Morena) paguen los costos de Otis en las elecciones generales del año próximo en las cuales se renovarán los poderes ejecutivo y legislativo. Sin duda puede haber castigo, no tanto por la forma como se manejó la emergencia, sino por la acumulación de errores y desaciertos de la administración federal, muchos y graves.
La crisis por el huracán en Guerrero no ha pasado aún, pero es peor —y será más duradera— la de seguridad. Los afectados exigen atención y sus protestas para reconstruir Acapulco han llegado hasta Palacio Nacional. Sin embargo, el Gobierno tiene una ruta y no se apartará de ella por presiones políticas o de otra índole. Lo hace atenido a la popularidad del presidente López Obrador, a la incapacidad de las oposiciones y a las preferencias por Morena para conservar el poder. Puede ser un error, pero la estrategia funcionó en otros momentos críticos y quizá este tampoco sea la excepción. Además, el puerto ha vuelto a dar señales de vida. «No nos fue tan mal», la expresión de AMLO indignó a sus detractores, pero la realidad es que, frente a la magnitud del fenómeno, fueron más las vidas salvadas. No por la acción del Gobierno, sino a pesar de ella. La Providencia hizo su parte.
La prioridad es que Guerrero regrese pronto a la normalidad en todos los sentidos. No a la impuesta por los carteles de la droga ni por Gobiernos incompetentes, sino a una que le permita resurgir de sus cenizas. Los mexicanos han vuelto a dar ejemplo de solidaridad, que en otras tragedias levantó de las ruinas al país. La miopía y rijosidad de los partidos y actores políticos no impide que México se abrace en la desgracia, pero también es preciso que el país se una y se conduzca con altura de miras. Solo así podrá vencer el derrotismo y avanzar en ambientes de justicia, paz y democracia.