La libertad de expresión, es un derecho fundamental pero no absoluto. Y también es un pilar de la democracia moderna.
Así lo reconoce la Primera Enmienda de la Constitución de Estados Unidos, adoptada el 15 de diciembre de 1791, que garantiza que “el Congreso no promulgará ninguna ley que respete el establecimiento de una religión, o que prohíba su libre ejercicio; o que coarte la libertad de expresión o de prensa; o el derecho del pueblo a reunirse pacíficamente y a solicitar al Gobierno la reparación de agravios”. En su momento, un objetivo clave de la enmienda, subrayado por Thomas Jefferson, era construir “un muro entre la Iglesia y el Estado”. Pero con el tiempo, la libertad de medios de comunicación y de expresión se convirtió en un componente fundamental de los regímenes democráticos, dado que el derecho a la libertad de expresión muestra la apertura de un sistema político para permitir el control de su poder y la rendición de cuentas.
La libertad de expresión se enfrenta más recientemente a amenazas crecientes. Por un lado, los autócratas se multiplican en todo el mundo, al igual que la persecución a los medios de comunicación independientes y activistas sociales. Por otro lado, la progresiva escalada e influencia de las grandes empresas tecnológicas ha generado nuevos problemas para los sistemas democráticos existentes. El expresidente de Estados Unidos Donald Trump encarnó de forma nítida una combinación de ambos desafíos: líderes de tendencia autoritaria y nuevos medios de comunicación.
La decisión de Twitter y Facebook de suspender sus cuentas, sin embargo, también ha dejado en el aire cuestiones cruciales: ¿Deben ser las empresas privadas las que se encarguen de controlar el discurso inaceptable? ¿Dónde están los límites entre el discurso del odio y la libertad de expresión? ¿Están las empresas de medios de comunicación erosionando la libertad de prensa plural e independiente?