Don René cerró el emblemático Café Viena, de Saltillo, a las seis de la tarde con la frente levantada y la satisfacción del deber cumplido. Era 31 de diciembre (domingo). Imelda, su esposa, lo esperaba en casa. Juntos irían al hogar de doña Guadalupe Aguirre de Molina para recibir el año nuevo. Don René había pasado un 2023 difícil. Permaneció en cama, contra su voluntad, por viejas afecciones, pero jamás perdió el ánimo. La cena familiar era causa de júbilo por la expectativa de un 2024 promisorio. Don René llegó a su domicilio, saludó a su mujer y pasó a la habitación, donde un infarto lo fulminó con la fuerza de un rayo. El ataque pudo ocurrir mientras cerraba la cafetería fundado por su padre, don René Molina de la Cruz. O en el trayecto a la colonia Cumbres, donde vivía. Pero Dios le concedió la gracia de ver a su compañera de vida por última vez. Estaba por cumplir 48 años de matrimonio. Feliz y lleno de momentos gratos.
El motivo para escribir estas líneas, prometidas como continuación de la columna «El alma del Viena» (03.01.24), lo recibí de doña Imelda. El 19 de julio tomé por azar una llamada en mi trabajo, Espacio 4. Era ella para invitar a mi nieto Ernesto, quien recién cumplió 10 años —amigo y «compadre» de don René—, a mi esposa Chilo a mí al homenaje que la generación LIV (1974-1978) de la Universidad Autónoma Agraria Antonio Narro (UAAAN) le rendiría al día siguiente a su esposo en el Viena, donde el espíritu de don René habita. Fue una celebración, no un duelo. La mejor manera de honrar a «Paquín», como era conocido, según el hombre de bigote abundante, villista, que hizo la presentación.
A las nueve y media el recinto ya estaba colmado. Doña Imelda era arropada por hijas, nietos, la bandada de Buitres de la Narro con sus esposas y un puñado de amigos de don René. Nosotros compartimos mesa con Antonino Jaime Martínez, su esposa Araceli y el caballeroso maestro Ezequiel Luna, cliente fiel del restaurante. El tributo, emotivo y festivo a la vez, dio tregua a la nostalgia. La noticia del fallecimiento de don René la recibimos en Torreón. Cuenta doña Imelda que al funeral asistieron indigentes a los que su marido daba pan a ejemplo de su padre.
Don René era una rara avis cuya naturaleza de hombre bueno reunía otras virtudes, difíciles de hallar en una sola persona. El ambiente en el Viena lo impregna su presencia cálida y humana, atenta a cada detalle. Cuando nos veía entrar con nuestra hija Cristina, un resorte lo hacía saltar de su mesa para recibirnos, comentar la novedad del día y hacernos sentir como en casa. El mismo trato lo recibía cada cliente. Su ausencia no deja de doler, de estrujar el alma. Su recuerdo es balsámico. Ha sido un acierto de la generación LIV honrarlo en su casa e instalar en una pared del Viena el pergamino alusivo a los 100 años de la UAAAN, firmado por todos sus compañeros.
La porra de la Narro, compuesta por el lagunero Candelario Ríos Pacheco, en 1947, cerró la celebración, como don René lo hubiera pedido. «¡Alma terra mater / alma terra mater / Arda Troya / y en combate / muera Marte / Buitres, buitres al ataque!». Don René debe estar satisfecho. Tocó, como brisa suave, infinidad de corazones y les compartió un poco del suyo. Tan grande era que no pudo contenerlo todo. Su estallido provocó una lluvia de estrellas que ilumina a su familia y también a sus amigos. Desde aquí le abrazo, amigo. Y conmigo, su compadre, mi nieto Ernesto.