La aplicación de citas se aprovecha no del éxito de las relaciones, sino de su fracaso.
“Todo el mundo se borra.
La vida consiste en conocer a personas que primero amas
y luego borras”
Alejandro Zambra
Ahora mismo tengo 120 matches en Tinder. Hablo con dos o tres, uso la app cuando voy en metro o estoy aburrida y, de vez en cuando, mis amigas me preguntan cómo va la búsqueda. No sé si concebirlo como búsqueda porque, ¿qué buscas en Tinder? Pero desde que la utilizo me doy cuenta de que, si conectar con gente es fácil, desvincularse lo es todavía más. Ya no hay trauma en la pérdida. Ahora, más que nunca, todo el mundo se borra.
En la constante de vínculos e interacciones que tejemos diariamente, borrar sin querer es una cuestión de supervivencia. El individuo hiperconectado, dice David Le Breton, está más desconectado que nunca: nos comunicamos cada vez más, pero nos encontramos con los otros cada vez menos, y de hecho preferimos las relaciones superficiales que comienzan y terminan según nuestra voluntad.
Las aplicaciones como Tinder nacen para “conectar con gente nueva”. No hay idealismo ni publicidad engañosa detrás. Ni el amor, ni el sexo de tu vida; lo que Tinder ofrece es conexión virtual y novedad. Un catálogo interminable de candidatos y la soberanía de descartar o consentir en la palma de tu mano.
La necesidad de crear vínculos no es algo nuevo, lo que han cambiado son las causas y formas por las que cristalizan y se fragmentan. Por eso Tinder no nace para satisfacer un impulso que ya existía, sino en todo caso para explotar las vulnerabilidades del nuevo paradigma relacional y, en última instancia, perpetuarlas.
Edición del artículo de Letras Libres