Los gobernadores son virreyes en los estados mientras dura su ejercicio, pero en la capital de la república se pierden. En el pasado las cosas eran distintas, pues quien no era amigo del presidente tenía enchufes en las altas esferas del poder o se desempeñaba como funcionario, diputado o senador. Esto permitió a varios gobernadores, en distinto tiempo, integrarse al gabinete después de su gestión: Nazario Ortiz y Enrique Martínez a Agricultura, y Raúl López a Marina. Braulio Fernández Aguirre ocupó simultáneamente un escaño en el Senado y la titularidad de la Comisión Nacional de Zonas Áridas; y Rogelio Montemayor, la dirección de Pemex. La fórmula se invirtió cuando, después de la alternancia, los ejecutivos locales empezaron a nombrar sucesores sin conexiones en el poder central.
Imposible que Felipe Calderón invitara a Humberto Moreira a su Gobierno. Primero, por la deuda y los escándalos de corrupción; y segundo, por su enemistad. Peña Nieto lo impuso en el PRI, no por mérito, sino por interés y para pagar favores. Sin embargo, Moreira duró apenas once meses en la jefatura partidista. La megadeuda le brindó a Peña y a sus operadores el pretexto para eliminarlo del tablero, cuando los aduladores del coahuilense esparcieron la especie de que podría ser el «plan B» para la presidencia. Al exgobernador no le funcionó el «modelo Coahuila» de monopolizar el poder, sofocar la crítica y perseguir a los disidentes.
Moreira intentó eludir la hoguera y lavarle la cara a su Gobierno. En una entrevista con Carlos Marín, para Milenio Televisión, exhibió documentos, negó la deuda y se jactó de haber convertido a Coahuila en «Coahuiyork», versión moderna de Nueva York. La réplica del periodista fue fulminante y premonitoria: «Me parece que tendré que llevarle cigarrillos a la cárcel» (cita de memoria). Moreira intentó ser después diputado local por un partido fantasma, pero no reunió los votos suficientes. El PRI lo expulsó y retiró su retrato de la galería de presidentes. Fin de la historia.
Después de un gobierno anodino y de cubrir las trapacerías del clan, Rubén Moreira se refugió en el PRI en busca de fuero y protección. Alejandro Moreno, Alito, lo acogió como segundo de a bordo y juntos se encargaron de terminar de sepultar los restos del dinosaurio. El operador electoral «invencible» en Coahuila, perdió en cuanta elección estuvo a su cargo. Dos casos: en las elecciones para gobernador de Nuevo León y Campeche, gobernado hasta hacía poco por Moreno, Movimiento Ciudadano y Morena hundieron al PRI al tercer lugar. La voz que en Coahuila era ley, lo sometía todo y dictaba las ocho columnas, en la Cámara de Diputados es apenas un murmullo ignorado casi siempre por los medios. Vuelvo a Andreotti: «El poder desgasta, sobre todo cuando no se tiene».
En los tiempos del PRI hegemónico, de presidentes fuertes, ideólogos del calibre de Jesús Reyes Heroles y pensadores de la talla de Porfirio Muñoz Ledo, los Moreira, los Moreno y otros oportunistas jamás habrían ocupado puestos relevantes. El ascenso de su generación coincide con la decadencia de un partido que hizo cosas buenas por el país, pero que al final sucumbió frente a una ciudadanía harta de abusos, corrupción, nepotismo e incompetencia. Los mejores cuadros del PRI están hoy fuera del PRI, por vergüenza de unas siglas corroídas y caducas. El rescate pretendido por algunos llega tarde. El momento era antes de que Moreno y Moreira lo tomaran como feudo personal.