La jerarquía católica ha jugado siempre un papel protagónico en la historia del país, desde la independencia y la guerra de reforma hasta la revolución. En todos los casos, del lado de la reacción. El Concilio Vaticano II, iniciado por Juan XXIII en 1962 y continuado por Pablo VI hasta su clausura tres años después, tuvo por objeto actualizar a la Iglesia e iniciar un diálogo con el mundo moderno. Los cardenales se dividieron en dos alas: la conservadora y la liberal. El sínodo tuvo particular impacto en América Latina, donde las Comunidades Eclesiales de Base (CFB) dieron origen a la Teología de la liberación, cuyos puntales fueron Brasil y Argentina.
En la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, celebrado en Puebla en marzo de 1976, bajo la presidencia del papa Juan Pablo II, la Teología de la liberación integró a su ideario el principio de la opción por los pobres. Esta preferencia causa resquemor entre quienes creen amenazados sus intereses políticos y económicos. La corriente teológica ha sido objeto de críticas incluso dentro de la misma Iglesia. El papa Juan Pablo II reafirmó «la positividad de una auténtica teoría de la liberación humana integral» (encíclica Centesimus Annus, 1991), pero también la reprendió. En 1984 suspendió «a divinis» (lejos de lo divino) a los sacerdotes nicaragüenses Ernesto y Fernando Cardenal, Edgard Parrales y Miguel d’Escoto por su activismo social. Francisco, el Papa de los Pobres, dejó sin efecto la suspensión canónica impuesta a Ernesto. El también poeta se desempeñó como ministro de Cultura del Gobierno de la Revolución Sandinista, a cuyo partido renunció por discrepancias con su entonces líder Daniel Ortega.
La Teología de la liberación también ha sufrido persecución política. El obispo Carlos Mugica y el sacerdote Enrique Angelelli, dos de sus fundadores, fueron asesinados por la dictadura argentina, entre 1974 y 1976. La misma suerte corrió el arzobispo de San Salvador, Óscar Arnulfo Romero, en 1980, cuando un francotirador, contratado por Roberto d’Aubuisson (fundador del derechista partido Arena), le disparó mientras oficiaba misa. Nueve años más tarde, en El Salvador, un escuadrón irrumpió en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, donde asesinó a seis jesuitas y a dos empleados.
Juan José Gerardi, obispo de Santa Cruz del Quiché, murió el 26 de abril de 1998, víctima de una golpiza. En vísperas de su asesinato había publicado el informe «Guatemala Nunca Más» sobre las violaciones sistemáticas a los derechos humanos. En Paraguay, el mitrado Fernando Lugo, de la misma línea teologal, tomó el camino de la política y en 2008 ganó la presidencia de Paraguay. Hacia finales de los años 70, el sacerdote lagunero José Batarse Charur, promotor de las CEB, fue
expulsado de Coahuila y trasladado a Chiapas, donde continuó la lucha por los desamparados.
Justo en Chiapas se encontrarían Samuel Ruiz y Raúl Vera, identificados como los últimos obispos de la Teología de la liberación. No es casual que el levantamiento indígena de 1994, encabezado por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZNL), se haya originado en Chiapas. El nombramiento de Vera para asumir la Diócesis de Saltillo, hecho por el papa Juan Pablo II en diciembre de 1999, escandalizó a los sectores conservadores de la capital. Contra él —por denunciarlos— dirigieron su insania los Gobiernos de Humberto y Rubén Moreira con agresiones directas y campañas infamantes. «Don Raúl es un obispo de primera. Si no lo quieren en Saltillo, que nos lo manden a Torreón», me dijo el sacerdote Jesús de la Torre. (Continúa)