La oposición respondió con la misma estulticia a la apabullante derrota del 2 de junio igual que lo hizo en la elección presidencial de 2018: con perplejidad y dejación. Sin embargo, mientras más tarde se percatarse de que la situación es ahora más grave, menos saldrá del abismo. Esta vez, ni unidos, el PRI, PAN y PRD constituyeron una amenaza para el presidente Andrés Manuel López Obrador, su candidata, Claudia Sheinbaum, y su partido, Morena. El fracaso del frente lo reflejan los números. Perdió por casi 20 millones de sufragios (35.9 contra 16.5 de Xóchitl Gálvez). La debacle le costó al PRD su registro; al PRI, su último aliento; y al PAN, el aura de hace un cuarto de siglo, cuando ganó la presidencia. La fuerza de Morena proviene de los votos, negados a una partidocracia atrofiada.
En la etapa poselectoral, cuando en teoría las oposiciones deberían reorganizarse, enmendar el rumbo, elaborar propuestas asequibles, tender puentes con la ciudadanía y sacudirse dirigencias probadamente ineptas y venales, el PRI optó por el suicidio. La insolente imposición de Alejandro Moreno y sus secuaces al frente de un partido vacío de ideas, huérfano de cuadros y con el mayor rechazo social, no sólo pone de relieve el desprecio por su militancia, bastante menguada, sino un deseo consciente de exacerbar la animadversión hacia sus siglas. La reacción de un puñado de exlíderes frente a los atropellos de Moreno, merecen, por extemporánea y vacua, desdén en vez de apoyo.
A estas alturas da lo mismo quien carga el ataúd con los restos del dinosaurio. Es tarea de chacales. El único expresidente con autoridad para defender al PRI es Ernesto Zedillo, pero si no lo hizo como jefe de Estado, menos ahora. La «sana distancia» establecida entre su Gobierno y la organización que lo llevó al poder, en condiciones ventajosas, tras el asesinato de Luis Donaldo Colosio, y la reforma electoral de 1994 significaron el fin del partido de Estado. En adelante, la competencia con las demás fuerzas políticas debería ser en condiciones de igualdad. Zedillo se adelantó incluso al Instituto Federal Electoral para anunciar el triunfo de Vicente Fox, cuando los rudos del PRI fraguaban un nuevo golpe contra la democracia.
Zedillo también ha sido uno de los líderes más respetuosos de la institución presidencial. Carlos Salinas de Gortari y Enrique Peña Nieto, lo mismo que Fox y Felipe Calderón, la mancillaron con la corrupción, los crímenes de Estado, la inmoralidad y el abandono de sus responsabilidades, según el caso. El PRI y el PAN son responsables de su propia destrucción. Alejandro Moreno y su alter ego, Rubén Moreira, representan lo peor del PRI. Su paso por las gubernaturas de Campeche y Coahuila les cambió la vida, pero el costo para los habitantes de ambas entidades es tremendo en términos sociales y económicos.
El PRI —sus restos— seguirá en caída libre con Moreno. Sin nada que ofrecer, sin liderazgo ni voluntad de cambio, de espaldas a la realidad, ha decidido jugar, para terminar sus días, el papel de comediante. Quizá resista, como el PRD, una o dos elecciones más para después perderse en la nada. El poder no lo perdió a tiros, condición sine qua non planteada por Fidel Velázquez, sino en las urnas, con votos, los cuales, en palabras de Abraham Lincoln, son «más fuertes que una bala de fusil». La ciudadanía maduró a fuerza de desengaños y traiciones. Hoy es protagonista. Quizá vuelva a equivocarse, pero ya no será con el mismo partido.