Todo presidente (y gobernador) pugna por entregar el poder a quien dé continuidad a su proyecto, le cubra las espaldas y, de ser posible, le obedezca. Máxime en países de caudillos como el nuestro. Existe una anécdota al respecto. Cuando Porfirio Díaz le dijo a su sucesor, Manuel González, que no se postularía para un segundo periodo, el excombatiente de la Guerra de Reforma, por la facción conservadora, abrió el cajón de su escritorio y empezó a hurgar. «¿Qué busca, compadre?». «¡Al tonto que se lo crea!». El fundador de Morena y líder de la 4T, Andrés Manuel López Obrador, tampoco convence cuando advierte que los tiempos del tapadismo y el dedazo, instituidos por el PRI, son cosa del pasado.
AMLO, de alguna manera, tiene razón. Hasta Carlos Salinas de Gortari, los presidentes nombraron a su sucesor. El modelo se agotó de tanto repetirse y a medida que los vientos democráticos empezaron a soplar por el mundo con más fuerza, sobre todo tras la caída de la Cortina de Hierro. Los dedazos de Lázaro Cárdenas por Manuel Ávila Camacho; de Ávila Camacho por Miguel Alemán; de Alemán por Adolfo Ruiz Cortines y Miguel de la Madrid por Salinas, escindieron al PRI y lo afrontaron con candidatos de oposición, surgidos de sus propias filas, en elecciones violentas: Juan Almazán Andreu, Ezequiel Padilla, Miguel Henríquez Guzmán y Cuauhtémoc Cárdenas, reprendidos desde el poder.
Algunos presidentes llegaron también a acariciar la reelección. Álvaro Obregón rompió la regla y murió asesinado. Alemán y Salinas, cuyos gobiernos destacan entre los más corruptos, prefirieron contenerse. El país se habría incendiado. Para equipararlo con el venezolano Hugo Chávez e infundir miedo, los grupos de poder acusaron a López Obrador de pretender reelegirse. En democracias consolidadas, mas no exentas de exabruptos, como las de Estados Unidos, Reino Unido, Francia y España, los jefes de Estado y de Gobierno también apoyan a sus favoritos (Bill Clinton a Al Gore y Barack Obama a Hillary Clinton y José María Aznar a Mariano Rajoy, por ejemplo). Lo hacen bajo normas claras, pero al final la decisión depende de los electores. En los casos citados, los candidatos perdieron. Rajoy fue en único que después ganó la presidencia.
En México los mandatarios elegían a su sucesor y la maquinaria del PRI se encargaba del resto. Para plantar cara a los disidentes de 1988 (Cárdenas, Muñoz Ledo y López Obrador, entonces en segundo plano) y encubrir el dedazo por Salinas, De la Madrid inventó una pasarela de presidenciales burda y ridícula. A Salinas se le hizo bolas el engrudo (expresión utilizada por él poco antes) tras el asesinato de su delfín Luis Donaldo Colosio, y no tuvo más remedio que decantarse por Ernesto Zedillo. «Nos leyó el pensamiento», declaró el destapador oficial, Fidel Velázquez, el líder zorro de la CTM.
Desde Plutarco Elías Calles, ningún presidente extendió su poder más allá de su sexenio. El jefe máximo fue exiliado por Cárdenas, cuya influencia, después de su gestión, fue más moral que política. El general respaldó movimientos contra el Gobierno de Alemán e incluso apoyó a su rival en las elecciones de 1946, Miguel Henríquez Guzmán, originario de Torreón, postulado por la Federación de Partidos del Pueblo Mexicano (socialista). Vicente Fox parecía ser el líder del siglo XXI después vencer al PRI y convertirse en el primer presidente electo democráticamente. El panista decepcionó a todo el mundo, pero simpatizar con la idea de que su esposa, Martha Sahagún, le sucediera en el cargo, fue el acabose. Pura pantomima. En el colmo de la paranoia, Fox desaforó a AMLO como jefe de Gobierno, solo para convertirlo en víctima y al final en la némesis del prianato.