A la prensa no alineada, por supuesto
Resuena con fuerza el título de aquella película de mediados de los noventa, «Sospechosos habituales». Una etiqueta que, lamentablemente, algunos gobiernos ansían imponer a los periodistas. No mediante la burda violencia de encarcelamientos propia de regímenes autoritarios, sino a través de una estrategia más sutil, especialmente en democracias donde el silenciamiento directo sería demasiado evidente: sembrar la sospecha.
La excusa es noble: combatir las noticias falsas y la desinformación. Sin embargo, esta justificación obvia una realidad incómoda para el poder. La desinformación campa a sus anchas, sí, pero principalmente en las redes sociales, ese espacio donde cualquiera, gobernante incluido, puede propagar noticias falsas sin el filtro de la verificación profesional. Los periodistas perdimos el monopolio de la información, pero no somos los artífices de este nuevo ecosistema informativo.
Desde las asociaciones de prensa somos los primeros en señalar a aquellos colegas que transgreden la ética y el respeto. No hacen ningún favor a la libertad de información. Pero de ahí a permitir que la existencia de unos pocos sirva de pretexto para arrojar sombras sobre toda la profesión hay un abismo inaceptable. Es cierto que la polarización ha alcanzado a algunos medios, convirtiendo a ciertos periodistas en voceros partidistas. Pero la inmensa mayoría se esfuerza por ejercer con rigor, contrastando y documentando.
Como cualquier ser humano, los periodistas cometemos errores y debemos asumir nuestras responsabilidades. Pero equiparar el error humano con la difusión intencionada de falsedades, o con la labor de aquellos que desvelan informaciones incómodas para el poder, es una maniobra perversa. Resulta inquietante observar cómo, en democracias como la española, planes de acción supuestamente destinados a fortalecer la democracia terminan enfocándose desproporcionadamente en regular la actividad periodística, como si la prensa fuera el principal escollo para la salud democrática, eclipsando escándalos de corrupción o tráfico de influencias.
Los recortes a la libertad de información son palpables en las comparecencias sin preguntas, en la limitación de ruedas de prensa, en la instrumentalización de medios públicos y en el señalamiento constante a periodistas críticos. Y ahora, bajo el manto de normativas europeas que paradójicamente buscan proteger el trabajo periodístico, se anuncian medidas que amenazan con estrangular económicamente a los medios críticos, favorecer a los afines, imponer la publicación de versiones interesadas sin un criterio claro de veracidad y dificultar el acceso a la justicia para denuncias basadas en investigaciones periodísticas.
En el fondo, subyace una verdad universal: al poder le incomoda la prensa que no se doblega a sus dictados. Quizás haya aspectos de nuestra regulación susceptibles de mejora, pero el afán desmedido por controlarnos revela un deseo de acallar las voces críticas. Como bien dice un amigo, en materia de libertad de prensa, cuanto más se regula, más se estrangula.
La defensa de la libertad de información no es solo una tarea de los periodistas, sino de toda la sociedad. Porque si algo distingue a las democracias de las dictaduras y los sistemas autocráticos, cada vez más presentes en el mundo, es precisamente la existencia de un periodismo auténticamente libre. Sin él, la democracia se desvanece.