El Instituto Nacional Electoral (INE) no es una institución perfecta —ninguna lo es, y menos en México—, pero acaso sí la única que desde su fundación como Instituto Federal Electoral (IFE), hace 32 años, se ha vinculado con la ciudadanía y dotado al país de un sistema electoral confiable. Los comicios de 2000, los de la alternancia en el poder, lo acreditaron ante los mexicanos y el mundo y sirve de modelo para asegurar la emisión libre del voto, el respeto a la voluntad popular y para dirimir conflictos. Aún hay resistencias locales y prácticas antidemocráticas como la compra e inducción del sufragio, inequidades en la competencia y lagunas en la fiscalización para sancionar el desvío de recursos públicos y el rebase de topes de campaña, los cuales se evaden mediante ardides.
La transición del IFE y al INE, en 2014, ocurrió después de las elecciones presidenciales de 2006 y 2012, ambas impugnadas. La primera, por la fundada sospecha de fraude para imponer al candidato del PAN, Felipe Calderón; y la segunda, por el excesivo gasto en la campaña de Peña Nieto y la intromisión de los poderes fácticos en el proceso en favor del aspirante del PRI. En ambos casos procedía la anulación. No la hubo, pero la presión social y de las oposiciones derivó en una serie de reformas, impulsadas por la izquierda, para reforzar la autonomía del INE, ampliar sus facultades y suprimir el control de los gobernadores sobre los institutos y los tribunales electorales locales.
En el proceso los partidos retomaron posiciones en el INE y se dividieron los 11 asientos del consejo general por cuotas de acuerdo con su peso en la Cámara de Diputados, donde se elige a sus integrantes, influencia negativa que debe suprimirse. Aun así, en México dejaron de imperar las prácticas de antaño para asegurar al partido gobernante (el PRI) triunfos previos a las elecciones e impunidad por actos contra la voluntad popular (robo y relleno de urnas, alteración de actas, violencia física, utilización de personal en tareas partidistas en horas laborables o en días de descanso).
Con el acceso al poder de otras fuerzas políticas, partidos que desde la oposición decían ser democráticos (PAN, PRD, Morena) adoptaron los vicios del PRI y en algunos casos lo superaron. Nada extraño, pues la congruencia es lo que menos distingue a los políticos casi de cualquier parte del mundo. A propósito del tiempo mexicano actual, Óscar Arias, el premio Nobel de la Paz y expresidente de Costa Rica, país del cual debemos aprender mucho en educación y democracia, diferencia al demócrata del dictador: si el primero no tiene oposición, «su deber es crearla»; el sueño del segundo, en cambio, «es eliminar toda oposición».
Las instituciones no son ni deben ser intocables, mas si se les mete mano debe ser para mejorarlas, nunca con afanes revanchistas ni mucho menos para someterlas a la voluntad del mandatario de turno o a la conveniencia del partido gobernante. Desde Díaz Ordaz, cada presidente ha promovido reformas político-electorales de acuerdo con las oposiciones y las demandas ciudadanas expresadas dentro y fuera de las urnas. El INE ha sido objeto de cambios en cada sexenio, pero pese a las deficiencias y vacíos que aún presenta, siempre fueron para ampliar las libertades y afianzar la democracia. En este, como en otros temas, hoy las posiciones se han radicalizado y alejan la posibilidad consensos en torno al INE. El presidente Andrés Manuel López Obrador y Morena incurre en la soberbia y cerrazón que hasta hace poco criticaban en Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña y sus respectivos partidos.