El PRI y el PAN gobernaron 90 años el país (78 y 12, respectivamente), no siempre por voluntad popular. Morena está por cumplir apenas seis. Ningún partido accede al poder para cederlo en la siguiente elección, sino para ejercerlo el tiempo que la Constitución y los ciudadanos lo permitan, y en ese empeño utilizan todos los recursos a su alcance, no siempre lícitos. El PRI ocupó la presidencia por más de siete décadas porque México era una «dictadura perfecta». La denuncia del escritor Mario Vargas Llosa dejó atónitos a Octavio Paz y a Enrique Krauze. En Estados Unidos, el partido que más elecciones presidenciales consecutivas ha ganado es el Republicano. Las últimas con Ronald Reagan, para un doble periodo, y con George H. W. Bush. Después de Barack Obama, quien despachó ocho años en la Oficina Oval, el Partido Demócrata no ha conseguido dos triunfos al hilo. Joe Biden difícilmente lo conseguirá frente al torbellino populista de Donald Trump, a pesar de sus conflictos judiciales, y la amenaza que representa el eje chino-ruso.
En América y Europa la izquierda fue reprimida durante la Guerra Fría y en el periodo neoliberal. En 1988, las fuerzas y partidos reformistas agrupados en el Frente Democrático Nacional pusieron por primera vez en jaque a la hegemonía del PRI. Para excluir a los partidos minoritarios o convertirlos en satélites como pasó más tarde con el PRD, el Gobierno de Carlos Salinas de Gortari y los poderes fácticos tramaron un sistema bipartidista (PRI-PAN). El propósito era obvio: alternarse el poder sin riesgos para las cúpulas económicas y políticas. El proyecto fracasó por no tomar en cuenta a las grandes mayorías de un país desigual e injusto como el nuestro, donde la concentración de la riqueza polariza a la sociedad. La cohabitación del PRI y el PAN y la virtual disolución del PRD abrieron cauce a un movimiento de raíz popular: Morena.
Las elecciones presidenciales de este domingo han encendido los ánimos como pocas veces. El síntoma es positivo en una democracia balbuciente como la nuestra, a condición de no perder de vista una de las reglas básicas de ese sistema de Gobierno imperfecto, pero preferible sobre todo los demás: aceptar el dictamen de las urnas, cualquiera que sea. De lo contrario, el entusiasmo devendrá enfado e incluso en expresiones de violencia. Para evitarlos, no se debe engañar sobre resultados improbables, imponer preferencias ni inducir el voto. Lo sensato y responsable es mantener la cabeza fría y ver siempre hacia adelante: fortalecer la democracia, exigir a los partidos reformarse y trabajar, no solo en tiempos electorales, y lo más importante: promover una participación activa de la ciudadanía en los asuntos públicos. Dejar en manos de los políticos el destino del país es la ruta más corta al precipicio.
La democracia no consiste solo en participar en marchas, acudir a las casillas y sufragar, sino en ejercicio cotidiano de compromiso, autocrítica e incluso sacrificio. Si en estados como Coahuila los ciudadanos toleran atracos como el moreirazo de 40 mil millones de pesos o, a escala nacional, los fracasos del Gobierno de Andrés Manuel López Obrador, en vez de castigarlos en las urnas, son corresponsables. Más allá de la elección de la primera presidenta, relevante por sí misma, el voto de mañana definirá el rumbo del país en función de dos proyectos: el social de Morena o el neoliberal del PRI y el PAN, rechazado en 2018 por abrumadora mayoría. La decisión —libre e idealmente reflexiva, no visceral ni incitada por el miedo— corresponde a cada uno.