Una guerra total… ¿Contra quién?
El derecho a la respuesta no contradice que Israel emprenda una ofensiva desproporcionada sin estar claro quién es el enemigo, cuántas bajas civiles son asumibles, cuántos países pueden involucrarse y… dónde está la solución
La decisión de emprender una guerra o una guerra total implica la conciencia de una cadena de preguntas que no parecen estar claras en la ofensiva de Gaza. ¿Cuál es el objetivo? ¿Quién es el enemigo? ¿Dónde se disputa territorialmente el conflicto? ¿Cuándo se da por terminado? ¿Cuántas bajas propias y ajenas se está dispuesto a asumir?
Las interrogaciones describen el escenario de incertidumbre que caracteriza la ofensiva de Israel, así como las inquietudes relacionadas con el derecho a la respuesta. No es fácil definir el concepto de la proporcionalidad ni es admisible la amenaza bíblica que anunció el presidente, Isaac Herzog: «Todos los habitantes de Gaza son el enemigo, hay una nación entera responsable, no es verdad que la población de Gaza no esté implicada».
Resulta aberrante e inviable que el objetivo consista en el exterminio de más de un millón de personas, aunque la algarada del jefe de Estado israelí —no ultraortodoxo, sino laborista— expone la propia definición abstracta del enemigo. Y no porque Hamás merezca eludir el escarmiento ni la extinción, sino porque la idea de relacionarlo epidérmica, orgánicamente, con todos los palestinos de Gaza demostraría que la guerra total se resiente de un maximalismo y de una desesperación inasumibles o contraproducentes.
¿Sería entonces el objetivo último aplastar Gaza? ¿Puede acaso organizarse una ocupación integral de un territorio —y perseverar en ella— cuando la población civil representa en sí misma un cuerpo hostil e incendiario?
Descabezar Hamás es tan difícil como distinguirla del alquitrán y del aire de Gaza, aunque el problema de identificar quién es el enemigo también concierne a la responsabilidad inequívoca de sus patrocinadores. Por esa razón, el antagonista de Israel no compromete solo el terrorismo yihadista de Hamás, sino a las terminales chiíes de Líbano (Hezbolá), Siria e Irán.
El mayor peligro de la ‘guerra total’ afecta a la jerarquía de las repercusiones geopolíticas
Semejante planteamiento supone aceptar que la ocupación de Hamás es una etapa volante, por muy cruenta que resulte. Y que la guerra contra los cómplices exteriores que aspiran a la destrucción de Israel deriva el conflicto a un escenario territorial mucho más difuso y complejo de cuanto puedan determinarlo los 43 kilómetros cuadrados (y martirizados) de Gaza.
Quizás es la razón por la que Netanyahu mencionaba la certeza y el temor de una guerra de larga duración. Y no solo por las connotaciones territoriales, sino porque la propia ambigüedad de las fronteras puede añadirse a la mutación del enemigo, especialmente cuando el aplastamiento de Gaza predisponga la solidaridad coral de los países árabes. Incluidos los Estados que estaban más cerca de Israel —Marruecos, Turquía, Arabia Saudí— y cuya aversión a los ayatolás de Teherán por motivos religiosos, económicos y políticos queda subordinada a la defensa de la causa musulmana.
Tiene sentido recordar que el objetivo de Hamás no solo pretendía violar el Estado de Israel y desmontar el mito de la seguridad, sino dinamitar los movimientos diplomáticos que habían prosperado entre Tel Aviv y las monarquías del Golfo en la utopía de la convivencia o de la anestesia.
Existe una relación inequívoca en la crisis ucraniana y la gazatí en el inventario de las respectivas alianzas
La escalada que se avecina es tan inquietante como la repercusión del caos. Vamos a asistir a una guerra de propaganda, información y desinformación, del mismo modo que los niños terminarán convirtiéndose en la carnaza y la coartada de las respectivas represalias, aunque el mayor peligro de la guerra total afecta a la jerarquía de las repercusiones geopolíticas.
La implicación de EEUU como aliado rotundo de Israel y la posición afín de las democracias europeas excitan y estimulan la respuesta antagonista de los Estados autoritarios, a quienes hermana el antioccidentalismo. China es uno de ellos, aunque el reparto de aliados y de alianzas tanto retrata los países de la izquierda bolivariana como localiza el influjo siniestro de Rusia.
Putin ha denunciado los últimos ataques de Israel a Siria. Y los ha expuesto como la prueba de una extralimitación intolerable. Tendría más credibilidad el argumento si no fuera porque el zar se halla involucrado en la invasión de Ucrania. Y porque existe una relación inequívoca en la crisis ucraniana y la gazatí en el inventario de las respectivas alianzas. Y en el punto de colisión que distingue las democracias abiertas de las autocracias sin principios.
Como quiera que Israel pertenece a la primera categoría, la respuesta militar tanto debería respetar las normas del derecho internacional —se las pedía Josep Borrell desde el vacío de la tribuna comunitaria— como prevenir la repercusión de una oleada de horror y de violencia inusitados. Y no por cuestionar el derecho a la legítima defensa, sino porque la iniciativa de emprender una guerra carece de todo sentido si no se pueden distinguir con cierta precisión los límites —enemigo, territorio, objetivo, duración, bajas— y si tampoco se tiene en cuenta la expectativa de una verdadera solución.
No la hay —solución— en el avispero nuclear de Oriente Próximo, ni puede haberla nunca precisamente por la capacidad conspiradora de los extremos. La brutalidad terrorista de Hamás ya se ha encontrado con la respuesta desproporcionada de Israel. Y se ha precipitado un nuevo salto cualitativo cuyas dimensiones sobrentienden el temblor y el tambor de la guerra de todas las guerras.