La función pública es una vocación y como tal exige sacrificio. Cuando no la hay, la tarea deviene carga y difícilmente cumple su cometido. Pese a ser la base de todo Gobierno, el trabajo técnico y administrativo pocas veces se valora. Los reflectores los acaparan las cúpulas para sus fines, no siempre coincidentes con los de la sociedad. Calificar negativamente a la mayoría por el desempeño de unos cuantos es injusto y distorsiona la realidad. La corrupción está en la cúspide del poder, no en los escalafones medio y bajo, donde los ingresos son menores. Presidentes, gobernadores, alcaldes, secretarios y funcionarios de alto rango fabrican riquezas en un abrir y cerrar de ojos; no solo en México, sino incluso en los países llamados ricos.
En los poderes públicos y en las administraciones el trato entre superiores y subordinados debe regirlo el respeto, nunca la abyección, el miedo o el interés económico. Sin embargo, no siempre es así. Frente a la insania y la iracundia del déspota que atropella y abusa del poder, la dignidad y el respeto por uno mismo es el mejor escudo. El vejamen es inadmisible tanto en la base de la estructura gubernamental como en la cima. A los gabinetes debería llamarse a los más calificados y honorables, no a los apologetas ni a los más amigos, quienes, en vez de aportar, lastran. Bajo ese criterio, la virtual presidenta electa, Claudia Sheinbaum, ha integrado el suyo como signo de independencia y compromiso con el país.
Quien tolera humillaciones para conservar un cargo, por elevado que sea, al final lo pagará caro. No es disciplina, es renuncia a la dignidad. Arriesgar prestigio, tranquilidad y futuro por expectativas ilusorias es una apuesta absurda. «El mando —advierte Ortega y Gasset— debe ser un anexo de la ejemplaridad». Desde la dramaturgia, Albert Guinon alerta sobre una deriva presente en todos los tiempos, pero más ahora: «Cuando no se elige al más animal de todos, parece que no es realmente democracia». Es a ellos a quien más debe temerse, pues frente al espejo se miran inteligentes y cultos. Las cosas empeoran cuando el rey desnudo pasea en silla de manos mientras la corte le ovaciona.
Gabriel Pereyra, compañero en el Gobierno de Eliseo Mendoza Berrueto, quien mantuvo unido a su equipo por la amistad y el respeto, tiene una frase sobre el poder: «Hay jefes que se infartan o te infartan». Lo más común es lo segundo, pues la soga se quiebra siempre por lo más delgado. En la administración de Rubén Moreira la cifra de infartados resultó pasmosa. La iracundia del gobernador, la carga de trabajo y la presión para sepultar temas escabrosos como la megadeuda, las masacres, los enjuagues financieros o para promulgar leyes a matacaballo llevó a un buen número de funcionarios a las unidades de cuidados intensivos o les provocó padecimientos mortales, además de desprestigio.
El poder cobra tarde o temprano según su uso, su abuso o su desuso. No se puede causar daño a un estado, a una comunidad, a una persona, sin pagar las consecuencias. La justicia y los poderes fácticos hicieron mutis durante el «moreirato», mientras en Coahuila se cometían todo tipo de desmanes. No solo murieron centenares o acaso millares por la violencia, sino también funcionarios. En la novela de José Eustasio Rivera, La vorágine, Arturo Cova pregunta a su coprotagonista: «¿No crees, Alicia, que vamos huyendo de un fantasma, cuyo poder se lo atribuimos nosotros mismos. ¿No será mejor regresar?». En la política, cuando se cruzan ciertos límites, no hay vuelta atrás.