Una de las causas por las cuales la fiscalización del uso de los recursos públicos genera insatisfacción entre la ciudadanía, y la corrupción y la impunidad persisten, es la que autonomía de las auditorías superiores —a escala federal y estatal— es solo técnica, presupuestaria y de gestión. Mientras no se les faculte para sancionar a los funcionarios venales y las conductas ilícitas, las observaciones y denuncias quedarán al arbitrio de los políticos y de las fiscalías sometidas a ellos. Resulta paradójico que antes de existir una estructura costosa, orientada a combatir el robo a las arcas y otras formas de atraco, existiera menos corrupción o, al menos, no fuera tan evidente y obscena como es ahora.
La Auditoría Superior de la Federación (ASF) sustituyó a la Contaduría Mayor de Hacienda de la Cámara de Diputados en diciembre de 2000. Una reforma de 2015 creó el Sistema Nacional Anticorrupción y dio pie a la Ley de Fiscalización y Rendición de Cuentas de la Federación. Los estados modificaron sus constituciones y homologaron su marco legal. La ASE y sus equivalentes locales auditan a los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, los órganos constitucionales autónomos, así como a los estados y los municipios.
Los titulares de las auditorías son elegidos por las dos terceras partes de los diputados presentes en la sesión respectiva y su periodo es de ocho años con la posibilidad de una reelección. Ninguno de los dos primeros auditores nombrados por la Cámara Baja (Arturo González de Aragón y Juan Manuel Portal) se postuló para un segundo periodo, pues, a pesar de su aceptable desempeño, los partidos tenían otros candidatos. David Colmenares Páramo, auditor de turno, no ha dado resultados y los avances logrados por sus predecesores para consolidar la institución se hallan en franco retroceso. Después de advertir sobre la opacidad en la contratación de obras de infraestructura, en los programas sociales del Gobierno federal y de sobrecostos en la cancelación del aeropuerto de Texcoco, Colmenares dobló las manos.
En el caso de Coahuila, la Auditoría Superior del Estado (ASE) está a punto de cambiar de titular tras la renuncia de Armando Plata Sandoval, quien primero fungió como contador mayor de Hacienda y los últimos ocho años ejerció de auditor. Lo mismo que González y Colmenares en la ASF, Plata decidió no presentarse para un segundo periodo, no obstante que, a diferencia de sus exhomólogos federales, podría haber sido reelecto. Tenía los votos suficientes. El auditor estatal afrontó momentos difíciles, algunos derivados de presiones políticas. Presentó denuncias por la megadeuda y las empresas fantasma, las cuales, como es sabido, duermen el sueño de los justos. El saldo de su gestión no conforma a todos, pero es positivo. Pudo mantener el equilibrio y entregará una de la auditorías más productivas y mejor calificadas del país.
El Congreso local tiene la responsabilidad de nombrar un relevo cualificado y con independencia. La ASE es una institución sólida —con servicio civil de carrera— y debe conservar su carácter técnico, su autonomía de gestión e, idealmente, ser dotada de mayores atribuciones para atacar la venalidad a fondo. Así sus resultados podrán ser apreciados por una sociedad justificadamente escéptica, sobre todo después del «moreirazo». La Fiscalía Estatal Anticorrupción es pura simulación. El periodo de quien reemplace a Plata comprenderá un año con el actual gobernador y abarcará todo el Gobierno siguiente, sea del PRI o de Morena. Algo para tener también en cuenta.