La operación de blanqueo de la tiranía feudal es un bochorno que degrada a Occidente, cómplices de un acontecimiento aberrante que subordina el fútbol mismo a una pantomima
Es una lástima que la ceremonia inaugural de este Mundial de mierda no haya reparado en las tradiciones locales. Hubiera resultado honesto y hermoso lapidar a una mujer adúltera en el centro del campo. O sacrificar a un maricón. O cortarle la mano a un ladronzuelo. O prodigar el paseíllo de los esclavos. Y dar protagonismo integral —e integrista— a los clérigos exégetas de la sharía, cuya vigilancia de la sociedad nos remite el medievo. Ha preferido inaugurarse este Mundial de mierda con las convenciones escénicas de los espectáculos occidentales. Una simulación de la realidad y de la normalidad que va a prolongarse durante un mes de propaganda y almíbar, naturalmente para demostrarle al planeta que la satrapía abyecta de Qatar está en el camino de convertirse en un país homologable.
Las cámaras amañadas y la anestesia de los balones están para demostrarlo. El propio David Beckham ha trincado una millonada del jeque Al Thani para recrear un serial bochornoso de publirreportajes que nos trasladan la prosperidad y las luces del emirato, naturalmente sin aludir a los brochazos del terror ni reparar en las condiciones laborales extremas con que se han erigido los estadios. Sostiene The Guardian que serían 6.500 las víctimas mortales que se ha cobrado la construcción urgente de las sedes mundialistas, aunque la falta de transparencia del régimen elude responsabilizarse de los mártires inmigrantes que han levantado la vergüenza. Tan grande es el poder de Al Thani que ha logrado organizar un Mundial en el desierto. Que ha forzado la suspensión de las grandes ligas. Y que aspira a hipnotizarnos con la coreografía del balón, de tal manera que unas y otras selecciones se conviertan en concubinas de su harén. Conviene recordar que el Mundial se lo llevó Qatar porque el jurado fue sobornado. Que terminaron en la cárcel los directivos que maniobraron la fechoría. Y que Putin entregó el testigo al jeque Al Thani, protagonista de una bochornosa visita de Estado a Madrid que sirvió para blanquearlo como si fuera Mandela. Y para dispensarle un tratamiento sumiso y humillante, precisamente porque el cinismo de la geoestrategia y la crisis energética contraindican los reproches a un emirato que nos amordaza con el dinero, tritura a sablazos los derechos humanos y fomenta el terrorismo. Difícilmente puede combatirse el yihadismo cuando cortejamos a los Estados que lo divulgan. Por eso resulta vergonzoso que España organice la Supercopa en Arabia. No solo porque aseamos la imagen de una tiranía feudal, sino porque el régimen de Riad expande el wahabismo con sus terminales religiosas, sus recursos criminales y sus mártires instrumentales.
Es la perspectiva que relativiza el esfuerzo pedagógico con que trata de explicársenos que este Mundial de mierda es una oportunidad para la rehabilitación de Qatar y sus esfuerzos de normalización. El emirato incumple todas las reglas de un país homologable —separación de poderes, prensa libre, partidos políticos, derechos humanos, igualdad de género…—, pero la maniobra de distracción de la pelotita predispone la concepción de una gran farsa, hasta el extremo de que la ausencia de hooligans foráneos —prohibido beber, follar, vestir pantalón corto, fumar marihuana, blasfemar…— ha dado lugar a que la satrapía catarí disfrace a sus propios súbditos con la indumentaria de los países que acuden a competir. Podrá amañarse así la dramaturgia de un acontecimiento repulsivo y repugnante que ridiculiza el énfasis con que la doctrina propagandística de la FIFA nos conciencia con el racismo, la xenofobia y la discriminación. Lemas huecos. Propaganda insulsa. Eslóganes incompatibles con la operación de encubrimiento y complicidad que implica abusar de la buena reputación del deporte para subordinarlo a la ferocidad de una teocracia infecta. Rige la sharía en Qatar como sistema de justicia. Y queda reflejado en sus principios el tratamiento vejatorio de la mujer, hasta el extremo de convertirla en una eterna menor de edad cuyas iniciativas —estudiar, casarse, viajar, ir al fútbol…— están sometidas a la autoridad del marido o del tutor.
Tiene sentido mencionarlo porque la actualización del videojuego FIFA23 tanto incluye en su menú la competición del Mundial como imagina que todos los árbitros reclutados para el evento son precisamente mujeres. Una fantasía. Un mensaje subliminal que se estrella en las cañerías de un acontecimiento degradante. Y que implica una tregua social y mediática en la que van a contenerse las restricciones habituales hasta que las cámaras se marchen y regrese una oscuridad tan espesa y pestilente como el petróleo. Tendría que tenerlo en cuenta Felipe VI antes de trasladarse a Doha para sentarse en el palco de la vergüenza. Y alistarse entre los líderes occidentales que han decidido humillarse ante los señores de la guerra y del petróleo, más todavía después de haberse celebrado un rito inaugural cuyo anfitrión, el jeque Al Thani, tuvo los redaños de referirse a la «diversidad» cuando no había una sola mujer en el palco. Rueda el balón. Empieza, pues, la gran farsa. Y lo hace con un lugar de honor en la tribuna presidencial reservado al mismo príncipe heredero de Arabia Saudí que ordenó descuartizar al periodista Jamal Kashoggi.
Rubén Amón
Periodista antes que mayor de edad, ha recorrido todo el escalafón, todos los medios (prensa escrita, televisión, radio) y todos los géneros (crítico taurino, corresponsal, reportero de guerra, gacetillero musical, vaticanista, cronista deportivo, articulista) para terminar convirtiéndose en un híbrido entre el tertuliano y el ‘influencer’.