Andrés Manuel López Obrador no ha promovido la destitución o el encarcelamiento de ningún gobernador (Carlos Salinas despachó a 17). La venganza, dice, no es su fuerte. «Si abrimos expedientes dejaríamos de limitarnos a buscar chivos expiatorios, como se ha hecho siempre, y tendríamos que empezar con los de mero arriba, tanto del sector público como del sector privado», declaró al asumir la presidencia. Entonces, apuntó: «No habría juzgados ni cárceles suficientes; y lo más delicado (…), meteríamos al país en una dinámica de fractura, conflicto y confrontación». En vez de eso propuso poner «punto final a esta horrible historia y empezar de nuevo, en otras palabras, que no haya persecución a los funcionarios del pasado y que las autoridades encargadas desahoguen en absoluta libertad los asuntos pendientes».
AMLO pidió, en tal sentido, castigar a quienes resulten responsables, «pero que la presidencia se abstenga de solicitar investigaciones en contra de los que han ocupado cargos públicos o se hayan dedicado a hacer negocios al amparo del poder (…)». Desde su perspectiva, «la condena al régimen neoliberal es más severa y eficaz». Aun así —dijo en uno de sus giros hiperbólicos— «la ciudadanía tendrá la última palabra, porque todos estos asuntos se van a consultar». Con respecto a él y a su círculo afectivo, se comprometió «a no robar y a no permitir que nadie se aproveche de su cargo o posición para sustraer bienes del erario o hacer negocios al amparo del poder público. Esto aplica para amigos, para compañeros de lucha y familiares».
López Obrador fue más allá: «si mi esposa o mis hijos cometen un delito, deberán ser juzgados como cualquier otro ciudadano». Sin embargo, las denuncias contra su hijo José Ramón López Beltrán, por un supuesto tráfico de influencias (la renta de un inmueble en Houston, la Casa Gris) y su hermano Pío, por recibir dinero para las campañas electorales de 2015, no arrojaron resultados. El tema de la residencia, propiedad de un exejecutivo de Baker Hughes, contratista de Pemex, no alcanzó los niveles de escándalo de la Casa Blanca, cuyo efecto resultó demoledor para Peña Nieto. La vivienda se adquirió en siete millones de dólares a un empresario cercano al entonces presidente.
El único exgobernador detenido en el sexenio de AMLO es el nayarita Roberto Sandoval, quien ocupó el cargo entre 2011 y 2017. El Departamento del Tesoro de Estados Unidos acusó al priista, en 2019, por haberse «involucrado en una variedad de actividades de corrupción, como la apropiación indebida de activos estatales y la recepción de sobornos de organizaciones mexicanas de narcotráfico, incluido el Cartel Jalisco Nueva Generación» (El País, 06.06.21). Sandoval llegó al Gobierno de Nayarit con el apoyo de Humberto Moreira, a la sazón líder del PRI.
En el caso de Moreira, el presidente López Obrador ha declarado que el exgobernador de Coahuila fue exonerado por Felipe Calderón en una negociación con Peña Nieto. El tema lo abordó por primera ocasión el 22 de abril de 2017, cuando era líder de Morena. Como prueba presentó un oficio fotocopiado de la Fiscalía Especializada para el Combate a la Corrupción en el cual «se autoriza en definitiva el no ejercicio de la acción penal» contra Humberto Moreira y sus suegros por el delito de «enriquecimiento ilícito, cometido en agravio de la administración pública (el estado)…». AMLO calificó el documento de «histórico» por tratarse de «una revelación de la falsedad y simulación que impera en la cúpula del poder (…), prueba (de) que el PRI y el PAN son lo mismo».
Sin embargo, cuando Estados Unidos reclama a un criminal, sea narcotraficante o político, el Gobierno actúa con presteza. Pasó con los exgobernadores Mario Villanueva (Quintana Roo), Tomás Yarrington (Tamaulipas), Roberto Sandoval (Nayarit) y más recientemente con Ovidio Guzmán (cartel de Sinaloa). El moreirazo sigue impune en México, pero no al norte del Bravo.