Traslado a este espacio de flexiones, inflexiones y de reflexiones la inercia de un reciente debate mañanero que mantuvimos en Espejo Público, con el arbitraje de Susanna Griso, la presencia del colega Soto Ivars y la expectativa liberticida de Mabel Lozano, cuya aversión a las consecuencias perniciosas de la pornografía explica que sea partidaria de la prohibición.
Semejante perspectiva del “problema” me parece la vez liberticida y neopuritana, hasta el extremo de que la prohibición homologaría a España con los Estados siniestros que prohíben la pornografía. O sea, las satrapías árabes, las teocracias de corte iraní y las repúblicas comunistas. Incluidas Corea del Norte y Cuba, cuyo código penal castiga con la cárcel la producción y la difusión del cine X.
Es utópica y muy discutible la iniciativa de prohibir la prostitución. Es muy cuestionable atribuir al porno cualidades criminógenas. Y es un disparate establecer un vínculo directo entre la prostitución y el cine ‘caliente’, pues el criterio de los «actos de naturaleza sexual» que llegó a explorar un amago legislativo socialista tanto convertía a Rocco Siffredi en un criminal en serie como transforman a Kubrick, a Pasolini o a Bertolucci en pornógrafos. No podría rodarse en España ‘El último tango en París’ ni podría proyectarse la trama japonesa de ‘El imperio de los sentidos’.
Redactar la prohibición del porno en el contexto del Código Penal retrata una injerencia moralista que resulta técnicamente inaplicable y que pretende prevenir a la sociedad de sus hábitos perniciosos e incorregibles.
Las motivaciones son más o menos conocidas. Una consiste en purgar los delitos que se cobijan en la industria del porno (explotación de menores, abusos sexuales). Y claro que existen, pero la derivada criminal de una actividad no implica proscribirla en su generalidad. ¿Habrían de prohibirse las adopciones porque exista un mercado clandestino?
La otra motivación liberticida convoca la proliferación del porno entre los infantes. Y a la relación ‘causa-efecto’ entre las escenas grupales de sexo y los delitos de las manadas. Urge aclarar, en tal caso, que los sitios porno no están permitidos a los menores. Que el control de los hábitos interpela a los padres y a los educadores. Que no se resuelven los problemas de una sociedad enfocándolos desde los ángulos equivocados (prohibir el alcohol para frenar el alcoholismo, prohibir el coche para evitar los accidentes, prohibir, prohibir…). Y que los conflictos de distinción entre la realidad y la ficción no tienen que ver con el sexo, sino con la misma frontera con que pretende delimitarse la prohibición de los videojuegos ‘violentos’, el cierre de los estadios, la clausura de los ruedos, la pira de las películas de Tarantino y las políticas represivas ejemplarizantes.
La prohibición del porno es, en efecto, una iniciativa represiva y contraproducente. Tendríamos que marcharnos otra vez a Francia, no para asistir a un pase de ‘Emmanuelle’ en un cine de barrio, sino para engancharnos a Pornhub nada más cruzar la Junquera.
Y encontrar allí las razones positivas que tantos expertos observan en la pornografía. Por el desahogo de la violencia (y no al revés). Por la escenificación ajena de las fantasías propias. Y porque la casa más visitada de Pompeya sigue siendo aquella en que se exponen las mayores extravagancias sexuales.