Tan alto estuvo y tanto peso adquirió, que el PRI no puede caer como una pluma, sino como una roca, con la inercia de décadas y todo lujo de estruendos. Y cada quien sale a buscar los pedazos del meteorito que se estampa sobre México centrifugando partículas por todas partes. Con más de 70 años de hegemonía en la vida política mexicana, el PRI es uno de los partidos de mayor fama en el mundo. Qué presidente iba a ganar en la República, poco importaba, siempre ganaba el PRI, con una maquinaria electoral que se comparó acertadamente con la dictadura perfecta: urnas y elecciones para encumbrar inequívocamente al mismo.
Esta semana, decía el coordinador nacional de Movimiento Ciudadano, Dante Delgado, que algunos parecen “empeñados en acreditar que van a la deriva, como si se tratara de un maratón”. Se refería a la última jugada del dirigente nacional priista, Alito Moreno, quien de un puñetazo en la mesa derrocó a su antiguo y poderoso amigo, coordinador de la bancada tricolor en el Senado, Miguel Ángel Osorio Chong, dejando herido de muerte al partido donde aún tenía fuerzas para hacer una oposición digna de tal nombre frente al oficialista y mayoritario Morena. Osorio Chong salió derrotado, y su lugar fue ocupado por el senador Manuel Añorve.
No hace falta ser un analista político para percibir que el PRI está jugando una de sus últimas partidas, que el gran dinosaurio está herido de muerte y apenas le queda una tabla de salvación: solo una victoria en el Estado de México, el más poblado del país y el lugar que durante décadas le proporcionó glorias y líderes, podría apartarle de la debacle final. También en Coahuila tiene una oportunidad de salvar unas siglas que parecen irrevocablemente llamadas a desaparecer. Y no lo tienen fácil.
El asunto es que el PRI puede morir, pero el priismo está bien vivo. Fueron tantas décadas encarnando los colores de bandera misma de México, que el país está impregnado por completo de una forma de hacer política y casi de vivir el día a día indisolublemente ligada al priismo. Es todo un adjetivo, y fatalmente connotado. Si se habla de corrupción política, eso es priismo; si se traen acarreados a la capital para una manifestación masiva, eso es priismo; si se manipulan las urnas en un proceso electoral, eso son mañas priistas; si se designan candidatos manu militari, eso es herencia priista; si los sindicatos colaboran a torcer la democracia movilizando a sus huestes, priismo. Y así se conduce todavía un país que también vivió sus mejores momentos al lado de este partido. Hace muchos, muchos años.
Son pocos los líderes políticos que no hayan forjado su carrera en las filas de este partido, desde el presidente López Obrador hasta el líder de Movimiento Ciudadano. No podía ser de otra manera; no había, prácticamente, otra formación a la que apegarse si uno quería dedicarse al noble oficio público. No puede decirse que estén necesariamente impregnados de aquella grasa que hizo funcionar la maquinaria perfecta, pero todos conocen las mañas y es difícil no utilizarlas cuando todavía se mantienen tan en forma.
Ahora que el PRI está derrumbado y jadeante contra el suelo, como un animal enfermo, muchos saben que sus electores siguen ahí, millones de mexicanos que en su día acudían a los mítines porque así lo hicieron sus padres y abuelos tienen hoy que buscar nuevo acomodo, y todos esperan que esos votos caigan de su parte. Un buen puñado ya engrosan las filas morenistas, algunos se habrán sumado al conservador PAN y otros pensarán en nuevas formaciones. La ideología priista era tal ausencia de ideología que hay para todos. El bisonte resopla en el piso y en el cielo planean quienes habrán de dar cuenta de sus restos.