La suspensión indefinida del «plan B» confirma la independencia del Poder Judicial, mas no debe tomarse como resultado de la presión política y social ejercida para dejar sin defecto la reforma electoral propuesta por el presidente Andrés Manuel López Obrador. Verla así equivaldría a aceptar una Suprema Corte de Justicia populista, justamente de lo cual se acusa del Gobierno. El máximo tribunal constitucional debe ser el menos atraído por el aplauso de la galería, aunque algunos ministros lo procuren. Las marchas del 26 de febrero para demandar la anulación del paquete de leyes contrarias al funcionamiento del INE cumplieron su cometido, pero aún falta la votación del pleno para que el éxito sea rotundo.
El poder se otorga, se acota y se retira en las urnas. En los comicios de 2021 la ciudadanía decidió limitar al presidente López Obrador al no otorgarle a su partido y sus aliados la mayoría calificada sin la cual no es posible modificar la Constitución. Sin embargo, la coalición Morena-PT-Verde conservó la mayoría absoluta lo cual le ha permitido cambiar leyes secundarias. Con esa ventaja, y tras el rechazo a la reforma original, AMLO pudo sacar adelante el «plan B» en la Cámara de Diputados, por de pronto congelado. El Gobierno federal defenderá su postura e impugnará la decisión.
Como en toda controversia, la reforma electoral tiene simpatizantes y detractores, pero las mayorías legislativas sirven a los presidentes para empujar sus agendas. El papel de las minorías consiste en oponerse para avanzar sus proyectos o modificar los del ejecutivo. En este caso, la polarización, atizada por López Obrador, sus rivales políticos y los poderes fácticos ha enconado la discusión y confundido a la sociedad. Asimismo ha impedido disminuir el costo de un sistema electoral oneroso, subsidiar a los partidos (el financiamiento público de este año excederá los seis mil millones de pesos) y eliminar curules en el Congreso general cuyo número es mayor al de Estados Unidos con una población tres veces mayor a la nuestra. Estas demandas ya habían sido expuestas por los partidos y sectores que ahora las impugnan.
Las manifestaciones ciudadanas en defensa del INE y para exigir a los diputados de oposición votar contra el «plan A» y a la Corte derogarlo, tienen el mérito de haber expuesto la indolencia y atonía del PRI, PAN, PRD y otros partidos. Después de vivir en el limbo de la «dictadura perfecta» y de un continuismo disfrazado de alternancia, la ciudadanía empieza a entender el juego democrático y la importancia de su participación política. Empero, limitarla a marchas y exabruptos equivale a caer en la autocomplacencia y repetir historias viejas de cuando la euforia provocó al final mayores frustraciones. Si la protesta no se lleva a las urnas y abarca a otros estratos, el ejercicio generará desahogos y satisfacciones momentáneos, pero las cosas seguirán como hasta hoy e incluso peor.
El presidente López Obrador tiene en la Corte perdida la batalla. La mayoría de los ministros —incluido Javier Lainez, quien admitió la controversia constitucional del INE a trámite— que resolverá en definitiva el futuro del «plan B» fue nombrada por senadores del PAN y el PRI a propuesta de los presidentes Felipe Calderón y Enrique Peña. El voto no debería basarse en la procedencia de los togados ni en sus filias o fobias personales, sino en el respeto irrestricto a la Constitución. Sin embargo, en la Corte no han dejado de influir ideologías e intereses externos.
AMLO ha afrontado al Poder Judicial donde también hay mucho que limpiar para que México deje de ser el paraíso de la impunidad y dé pasos más sólidos hacia la consolidación del sistema democrático.