La espiral de violencia en el país se le atribuye a Felipe Calderón por declarar la guerra al narcotráfico sin un plan específico ni etapas concretas. Existe algo de razón, pero la realidad es mucho más compleja y sus raíces, profundas. El golpe de efecto lo pudo haber dispuesto para legitimarse y calmar la tormenta por las elecciones fraudulentas de 2006 que lo instalaron en Los Pinos. Carlos Salinas de Gortari y Enrique Peña Nieto usaron el mismo truco, recién iniciados sus Gobiernos. Para ajustar viejas cuentas, pusieron entre rejas a Joaquín Hernández Galicia y a Elba Esther Gordillo, caciques de los sindicatos petrolero y magisterial, antiguos aliados del PRI, pero no suyos. La declaración de guerra calderonista, perdida de antemano, respondió también a la presión de Estados Unidos y de los poderes fácticos sobre un Gobierno frágil y acorralado. Andrés Manuel López Obrador se había proclamado «presidente legítimo» y movilizó a sus simpatizantes en toda la república.
Apenas asumió el poder, Calderón viajó a su estado natal, se puso un quepis y una casaca militar y cruzó el Rubicón. Le acompañaba el secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna. El 21 de febrero de 2023, un jurado de Estados Unidos declaró culpable de narcotráfico y delincuencia organizada al zar anticrimen en los sexenios de Vicente Fox y Calderón. El golpe significó la derrota del Estado frente al narcotráfico. Richard P. Donoghue, fiscal federal de Distrito Este de Nueva York, derrumbó el mito del superpolicía desde su detención. «García Luna es acusado de tomar millones de dólares en sobornos del cartel de Sinaloa de (Joaquín) “el Chapo” Guzmán mientras controlaba la Policía Federal mexicana y era responsable de asegurar la seguridad pública en México» (BBC News Mundo, 10.12.19).
Estados Unidos daría otro revés a la credibilidad de las instituciones de seguridad. El 15 de octubre de 2020, agentes federales capturaron a Salvador Cienfuegos, secretario de la Defensa Nacional en el sexenio de Peña Nieto, en el aeropuerto de Los Ángeles a solicitud de la Agencia de Control de Drogas (DEA, por sus siglas en inglés). Los pasos del divisionario eran seguidos desde la corte que sentenció al Chapo Guzmán a cadena perpetua. El presidente López Obrador cargó contra el viejo sistema. «(…) es una muestra inequívoca de la descomposición del régimen, de cómo se fue degradando la función pública (…) en el periodo neoliberal». Sin embargo, intervino por Cienfuegos y logró su liberación y su retorno a México. En octubre pasado lo condecoró y acusó a la DEA de «fabricarle delitos».
«Cienfuegos simboliza —para el periodista Pablo Ferri— esa vieja sospecha sobre el poder del PRI y su cercanía con el crimen organizado». (En una conferencia celebrada en Saltillo en 2011, el exgobernador de Nuevo León, Sócrates Rizo, declaró que en México la violencia se desató cuando los Gobiernos del PAN dejaron de negociar con el narco como lo hacían los del PRI. Reprendido por Salinas de Gortari, se desdijo.) «No en vano —apunta Ferri— las autoridades de Estados Unidos detuvieron al jefe militar en 2020, acusado de narcotráfico. El proceso contra Cienfuegos (…) se vino abajo porque el Gobierno de López Obrador maniobró y exigió la vuelta del general a México para, en todo caso, que fuera juzgado aquí. Luego, la Fiscalía señaló que no había pruebas en su contra» (El País, 12.10.23).
López Obrador defiende a todo trance a las fuerzas armadas, pues son la base de su programa de seguridad y de la Guardia Nacional. También les ha abierto espacios en la administración pública para atacar la venalidad y romper los vínculos entre los poderes público y económico en la asignación de contratos. El Ejército y la Marina son factores de estabilidad en un país donde la clase política propició el crecimiento del narcotráfico. AMLO había ofrecido acuartelar a los militares, pero sin policías federales y locales preparados para afrontar a las organizaciones criminales, prescindir de ellos habría empeorado la situación.