Una de las características del antiguo régimen era su alto grado de sofisticación, es decir, su capacidad para falsear instituciones. Ante problemas en apariencia insolubles —no por falta de remedio, sino de voluntad política y para no afectar los intereses creados— se formaban comisiones; había tantas y para todo tipo de cuestiones que incluso se acuñó el término «comisionitis». Hasta la tecnocracia recurrió a ellas para salvar las apariencias, ocultar la verdad y no llegar a nada. El presidente Salinas de Gortari inventó una fiscalía especial para el caso Colosio. Tan creíble fue que tuvo cuatro titulares: Miguel Montes, Olga Islas, Pablo Chapa Bezanilla y Luis Raúl González Pérez. Casi 30 años después, nadie cree todavía la hipótesis del asesino solitario. La Fiscalía General de la República reabrió el caso el 8 de julio de 2022 y puso a temblar a más de uno.
Para demostrar que la «renovación moral» iba en serio, el presidente Miguel de la Madrid creó, no una comisión, sino una secretaría, denominada de la Contraloría; más tarde cambió a Función Pública. Sin embargo, De la Madrid estaba rodeado de tiburones y el empeño moralizador naufragó antes de zarpar. En una entrevista con Carmen Aristegui, el expresidente, entonces retirado ya de toda actividad política, acusó a sucesor, Carlos Salinas, de haber fomentado la corrupción; y a su hermano Raúl, de enriquecimiento ilícito y de manejar las relaciones con el narcotráfico.
Enrique Peña resultó más creativo, pues para investigar la compra de la Casa Blanca de 86 millones de pesos a un contratista del Gobierno (Grupo Higa, de Juan Armando Hinojosa), el cual vendió también al secretario de Hacienda, Luis Videgaray, un propiedad en Malinalco, nombró a un empleado suyo: Virgilio Andrade. La indagación devino en farsa, pues, no obstante el cúmulo de evidencias, el secretario de la Función Pública enterró el asunto al declarar la inexistencia de conflicto de interés. El escándalo le dio la vuelta al mundo y exhibió dos cosas: la podredumbre del sistema político y la inutilidad de las instituciones encargadas de combatir y castigar la corrupción.
Las comisiones cayeron en desuso al descubrirse el embaucamiento y en su lugar se crearon institutos. El nombre les confería cierto aire respetabilidad y un barniz democrático. Algunos, como el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (Inai) fueron promovidos por activistas sociales genuinos, pero tras otros se ocultaban intereses ajenos al propósito. Para el presidente Andrés Manuel López Obrador, el Inai es un ente oneroso, ocioso y redundante, y por tanto ha propuesto que sus funciones las absorba la Auditoría Superior de la Federación o la Fiscalía General de la República. Los detractores de la 4T pusieron de inmediato el grito en el cielo, mas no así la sociedad. La ciudadanía realizó marchas en defensa del INE, pero no del Inai, pues no ve resultados ni avances en el combate a la corrupción.
La situación es peor en los estados. El Instituto Coahuilense de Acceso a la Información Pública (ICAI) se creó hacia finales del Gobierno de Enrique Martínez. Sin embargo, su primer titular, Eloy Dewey, fue presionado y optó por renunciar, pues era un peligro para el naciente «moreirato». Desde entonces el ICAI es tapadera del clan y sus secuaces. Esa función se reforzó con el nombramiento de un «periodista independiente» sobre el cual pesan acusaciones de conflicto de interés y acoso laboral. Los cambios recientes responden al propósito: mantener cerrada a piedra y lodo la información sobre la megadeuda, las empresas fantasma y otras trapacerías. La consigna es perpetuar la impunidad.