Resultaba conmovedora la imagen de Pedro en San Pedro, como si nuestro megalómano presidente del Gobierno tuviera la percepción de que el templo romano se ha erigido para su glorificación. Allí le aguardaba Jorge Mario Bergoglio, un pontífice aclamado por la izquierda a quien se le puede y debe reconocer el mérito de atribuírsele los milagros que no ha realizado (ni puede realizar).
A la progresía le gusta el cantante, pero no se fija en la letra de las canciones. Francisco es un pontífice inmóvil e inmovilista cuya doctrina retrógrada no se ha modificado un milímetro.Le pierde la verborrea a “the pope”. Y de tanto humanizarse, come más de lo que debe y guarda silencio menos de lo que debería. Ha trivializado el pastoreo de los fieles, ha desquiciado la liturgia y el misterio.
Francisco y Pedro. Vaya pareja de impostores, se me ocurre decir, independientemente del rango eclesiástico y político, y por mucho que el propósito del encuentro en las instalaciones vaticanas consistiera en indagar soluciones a la crisis medioriental.
Pura retórica posibilista y buenista. Y es verdad que la Iglesia de Roma podría ejercer una cierta presión e influencia en Tierra Santa, pero las posiciones políticas de Francisco han degradado su credibilidad. Empanzando por la indulgencia a la invasión de Putin en Urcrania.
Al papa le cuesta distinguir entre el agresor y el agredido, más allá de pronunciarse genéricamente por la paz y el amor en el mundo, clichés de oficio que el santo padre maneja con su cadencia de cura arrabalero.Así es que me interesan poco las coincidencias de Francisco y Pedro. Que son pura superficialidad. Y me interesan mucho las discrepancias, sobre todo porque la reputación progre de Jorge Mario Bergoglio colisiona con la doctrina social del sanchismo.
Me refiero al matrimonio homosexual, al aborto, a la eutanasia, al feminismo, al laicismo. Sintonizo con todas estas iniciativas, quede claro, pero es Francisco quien las considera argucias de Satanás y aberraciones toleradas en la degradación de las democracias occidentales.¿Se atrevió Sánchez a defenderlas? ¿Se atrevió el Papa a reprochárselas? Dudo que sucediera una cosa y la otra, aunque revestirían sentido y sutileza que el pontífice, al menos, recordara a Sánchez las obligaciones de un gobernante respecto a los mandamientos.Se me ocurre, no sé por qué, el octavo, aunque Francisco tendría más credibilidad para exigir el cumplimiento si no fuera porque él mismo vive atrapado entre los renglones torcidos de los pecados capitales.