Tendemos a pensar en esta sensación como algo negativo, ya que, por definición, se trata de una experiencia desapacible. Pero el ser humano es una máquina compleja y bien engranada, que raramente tiene funciones que están ahí «porque sí”.
La finalidad del dolor reside en avisarnos de que algo va mal; es un mecanismo de supervivencia que ayuda a mantenernos a salvo de los peligros que pueden amenazar nuestra integridad física.
Por poner un símil: se trata de un sistema de alarma que posee nuestro cerebro para decirnos que estamos en riesgo y que nos insta a ponernos a salvo. Y es desagradable para que sintamos la necesidad de evitarlo.
Sin embargo, no es una respuesta a un estímulo, tal como se pensaba en los tiempos de Descartes (por ejemplo: toco algo ardiendo y el dolor me salva de chamuscarme, porque me hace retirar la mano). La concepción moderna lo entiende como un producto de nuestro cerebro: es este órgano quien nos dice dónde, cuánto y de qué manera nos duele.
Por supuesto, los estímulos externos (como el calor que comentábamos antes) envían una señal a los nervios periféricos que conectan con el cerebro. Luego, este la procesará y la convertirá en otra cosa: la llamada nocicepción. Pero eso solo es parte de la experiencia, ya que el concepto de dolor incluye nuestra interpretación cognitiva y emocional de esa nocicepción.
En definitiva, el dolor no siempre está directamente relacionado con la cantidad de estímulos dolorosos que estamos recibiendo, ya que puede percibirse en ausencia de ellos. Un ejemplo extremo es el fenómeno del miembro fantasma: hay personas cuyo cerebro está produciendo un dolor muy real en una parte del cuerpo que ha sido amputada.