El huracán que devastó Acapulco, advierte investigadora de la UNAM, fue subestimado, y señala que en México falta inversión para investigación, tecnología y cultura civil que permitan anticiparse mucho más a catástrofes de este tipo.
Resulta sorprendente leer de primera mano el estupor y la premura con la que los especialistas del Centro Nacional de Huracanes de Estados Unidos fueron presentando los reportes de seguimiento a la evolución del huracán Otis durante las horas previas a su impacto sobre la costa de Guerrero.
El reporte de las cuatro de la tarde del martes 24 de octubre ya advertía la voraz evolución del meteoro. Para ese momento, Otis ya era categoría 3 en la escala Saffir-Simpson, con ráfagas de viento estimadas en cerca de 205 kilómetros por hora (km/h), “y se espera que sea extremadamente peligroso”, señaló el reporte y para entonces estimó que el fenómeno tocaría tierra convertido en categoría cuatro.
Para el reporte número 12 del seguimiento, en punto de las 22:00 horas, el pronosticador escribió: “es una situación gravísima para el área metropolitana de Acapulco (…) no hay registros de huracanes ni siquiera cercanos a ese nivel de intensidad para esta parte de México”. A esa hora, previa aún al desastre, las ráfagas ya eran de 260 km/h y, aún sin tocar tierra, el huracán terminó por alcanzar la categoría cinco, el nivel máximo.
Alrededor de la 1:25 de la mañana, Otis tocó tierra sobre el área metropolitana de Acapulco con vientos de hasta 270 km/h, en una situación prácticamente sin precedentes y un alto nivel de devastación.