La humillación del atentado de Hamás y el derecho a la defensa alientan la reacción homogénea de una sociedad compleja y en permanente estado de movilización cuyo ejército se reviste de una misión sagrada para acabar con Hamás «como sea»
Israel es una democracia más o menos homologable, pero su posición hipersensible en Oriente Medio ha forzado un modelo de supervivencia que tanto requisa libertades a sus ciudadanos —espionaje, libertad de movimientos, extralimitaciones policiales y judiciales— como describe una sociedad en estado de alerta y movilización militar.
Los civiles están sometidos a una disciplina de entrenamiento para prevenirse del lanzamiento de cohetes, la edad de los reservistas se prolonga hasta los 45 años, así como el servicio militar intensivo —tres años, en el caso de los varones— compromete la instrucción de las mujeres y de todas las minorías. Incluidas las drusas, las católicas y hasta la árabe, en circunstancias especiales.
Lo decía el politólogo francés Alain Diekchoff: hay Estados que tienen un ejército y hay ejércitos que tienen un Estado. O sea, que la vulnerabilidad de Israel entre los países y grupos terroristas que aspiran oficialmente a exterminarlo determina la sobredimensión castrense y la capacidad aglutinadora de una guerra.
No hay fisuras en la política ni en la sociedad israelíes cuando se trata de reaccionar a un ataque. Por eso Netanyahu puede permitirse prolongar su mandato como el halcón de la misión. Y por idénticas razones la incursión terrestre en Gaza —agresiva, voraz— tanto se explica desde el derecho a la respuesta como en la estupefacción que supuso la vulnerabilidad de la matanza terrorista.
Necesita Israel exponer su autoridad y su poderío después de haber fracasado el modelo de seguridad y haberse malogrado el mito de la burbuja de titanio que protegía la patria, aunque la metáfora de toda la nación embarcada en un tanque también describe la claustrofobia y las sensibilidades de la opinión pública, expuesta, como está, a la angustia de acabar con Hamás «como sea».
«Como sea» es una manera de aludir a la contundencia de las operaciones militares, a la falta de escrúpulo con la población civil cuando se trata de purgar las represalias y a la dimensión iconográfico-legendaria que han adquirido las grandes operaciones en el imaginario colectivo —el ejército invencible de Tsahal— y en su proyección de cohesión narrativa.
Ninguna tan fugaz como la Guerra de los Seis Días. Ninguna tan simbólica como la de Yom Kippur, el día sagrado por antonomasia. Y la fecha que la coalición de Egipto, Siria y otros países árabes eligió en el año 1973 para recuperar el Sinaí, los Altos del Golán e intentar presentarse con los tanques en las puertas de Jerusalén.
Viene a cuento mencionarla porque se cumplen 50 años del acontecimiento y porque la plataforma HBO reúne en su parrilla una fabulosa serie israelí que reconstruye aquel conflicto no desde la propaganda ni desde la grandilocuencia, sino desde las entrañas, la claustrofobia y la angustia de sus protagonistas.
Israelíes y militares, claro, pero expresión de una sociedad muy compleja, tanto por la mezcla de generaciones y de orígenes como por las clases sociales, la tribu originaria y la misión encomendada. Fanáticos y escépticos. Ricos y pobres. Asquenazís y mizrajíes (judíos del Magreb, de Siria, de Irak). Universitarios y obreros. Padres e hijos. Hombres y mujeres, por mucho que estas últimas tuvieran prohibido entonces emplazarse en el frente. Se trataba de protegerlas de las violaciones y de las torturas.
La serie de HBO, Valle de lágrimas, elude cualquier expectativa de apología sionista. Es más, evoca las tensiones de la propia sociedad setentera —cuando sobrevino el ataque sorpresa— de Egipto e Israel. No solo por la repercusión de los movimientos pacifistas. También porque prosperó en aquellos años la réplica israelí de los Panteras Negras americanos, un movimiento subversivo que denunciaba la segregación racial de las castas desfavorecidas y que el Estado también combatió con medios desproporcionados. Utilizando, por cierto, los recursos de espionaje del Mossad y demoliendo unos cuantos principios democráticos.
La serie es muy dura porque introduce al espectador en la claustrofobia de un tanque. Y en las circunstancias particulares de los soldados. Todos ellos necesitados de una escapatoria sentimental para resarcirse de los horrores del combate. Y para confiar en el regreso a casa, muchas veces sintiéndose peones anónimos y sacrificiales en el tablero de Moshe Dayan y de Ariel Sharon, artífices ambos de la estrategia militar que dio la victoria a la estrella de David, pese a que los acuerdos de paz posteriores devolvieron a Egipto la soberanía del Sinaí.
Yaron Zilberman figura como el autor de la serie. No ahorra detalles sobre la ferocidad de las tropas árabes ni sobre la brutalidad de las torturas que malograron a tantos prisioneros, pero también le concede la voz al sentimiento de un carismático oficial sirio. Y le otorga un monólogo que desmiente el derecho de Israel a colonizar el territorio sagrado y a defenderlo «como sea» en nombre de un ejército que aloja dentro de sí un Estado, una misión y una expiación.