Diez razones por las que nos fascina el cónclave
Las elecciones pontificias convocan un ritual casi milenario que conduce a la elección de un rey absolutista, con la peculiaridad de un sufragio masculino y anciano, sin campaña política y en régimen de total aislamiento
Resulta inconcebible una fumata blanca en la primera jornada de las votaciones, aunque los vaticanistas expongan el antecedente de Julio II. Monseñor Della Rovere obtuvo el título pontificio sin bajarse del autobús, como se dice en el argot futbolero. Y fue aclamado en el primer escrutinio porque había impuesto él mismo un régimen de terror favorable a su causa.
Habrá que agradecer a Julio II haber otorgado dignidad arquitectónica al templo que arropa el proceso electoral más fascinante del planeta. Lo demuestra la gigantesca cobertura mediática y lo prueba el fanatismo turístico que acecha a los cardenales cuando atraviesan San Pedro.
Se les observa deseando escuchar el trance litúrgico del «extra omnes», la fórmula latina que excluye a los mortales sin título cardenalicio. Los purpurados, en cambio, se encierran bajo llave -‘cum clavis’- a los pies del Juicio Final y formalizan unas elecciones absolutamente atípicas y fascinantes. Por diez razones, apelando a las cifras de la zarza ardiente.
I.- El proceso electoral se produce bajo la fórmula de una monarquía electiva. Los cardenales reunidos eligen a uno de los suyos. Y le otorgan todos los poderes temporales y espirituales.
II.- El rey de Roma gobierna hasta que muere -o hasta que «abdica»-, pero no propaga su linaje, no tiene herederos de sangre ni sucesores naturales.
III.- El cuerpo electoral lo conforman exclusivamente hombres, todos ellos eclesiásticos de mayor rango, y en este caso, con un promedio de edad de 72 años.
IV.- Los candidatos no forman parte de un partido y proceden de 70 países distintos.
V.- No hacen campaña pública, no exteriorizan su programa electoral.
VI.- El ganador de las elecciones puede rechazar el título, la victoria. Ocurre antes de la proclamación pública. O puede suceder cuando ya está desempeñando el cargo. Dante cuenta la renuncia de Celestino V en ‘La divina comedia’. Benedicto XVI dejó el cargo después de ocho años.
VII.- El proceso transcurre en régimen de total aislamiento mediático. Los móviles se requisan. La burbuja es impenetrable. Y la revelación de secretos conlleva el castigo de… la excomunión.
VIII.- Los involucrados en el proceso «esperan» la iluminación del Espíritu Santo, la señal divina que predispone la unción del candidato más adecuado.
IX.- Los bandos de conservadores, progresistas e indecisos caracterizan más una ficción periodista que una realidad demoscópica. Hablamos de un cuerpo electoral fundamentalmente tradicional y tradicionalista.
X.- El resultado se anuncia por la fórmula arcaica de una chimenea que propaga una fumata.
Los cardenales creen en Dios y en su derecho de injerencia. Conviene recordarlo porque el ritual del cónclave recurre ‘Veni Creator’, una invocación coral a la intercesión del Espíritu Santo que subraya la dimensión metafísica del comicio. Semejante fenómeno no implica que los hombres se abstraigan de sus responsabilidades. Lo recordaba estos días el cardenal germano Müller, insistiendo en que era obligación de sus colegas facilitar el trabajo al Altísimo, y recordando que los cardenales están dotados de inteligencia para discernir cuál es el camino que conviene a la Iglesia.
El cónclave se atiene con bastante escrúpulo al reglamento del Concilio de Lyon (1276), concebido en un contexto feudal y embargado por una liturgia que sobrentiende recogimiento, responsabilidad y disciplina.
Así se explica la fascinación mediática y se explica menos que los vaticanistas pretendan intoxicar la anomalía con las quinielas y extrapolaciones políticas al antojo del espectador moderno. Ya decía el maestro Rafael de Paula que el Espíritu Santo no se aparece en la televisión ni en el video, precisamente porque sus faenas de milagro eran inexplicables, incluso irreproducibles con los vulgares recursos de la tecnología.
Por la misma razón, es inútil trivializar el cónclave y tuitearlo. Su poder totémico -la chimenea- y litúrgico -el latín- diferencian el sufragio de la Capilla Sixtina de cualquier proceso electoral. No tanto porque se requieran dos tercios para escoger al Papa -es la fórmula idéntica con que el parlamento italiano elige al presidente de la República-, sino porque los aspirantes -ya lo hemos dicho- no pueden cometer la osadía de hacer campaña.
Fue el error humano que cometió monseñor Siri en el cónclave de 1978. Concedió una entrevista a la ‘Gazzeta del Popolo‘ con su programa de Gobierno el mismo día del cónclave, pero no sospechaba el conservador arzobispo de Génova que un duende o un ángel de la guarda sería capaz de filtrarla en las habitaciones de los cardenales. Sobrevino entonces la candidatura providencial de Wojtyla. Y sucedió así, parafraseando la profecía del cardenal Wyszyńsk, porque Dios había querido un Papa del Este. Porque Dios había querido un Papa polaco. Y quede claro que la elección de Karol Wojtyla provocó estupor y sorpresa entre sus eminencias. Particularmente, el guatemalteco Mario Casariego, que al escuchar el apellido polaco en la segunda votación preguntó a media voz: ¿Pero quién es ese Bottiglia?
La anécdota tiene más gracia si tenemos en cuenta la traducción italiana de Bottiglia (Botella, como Ana) y si recordamos el instante en que el purpurado Casariego, tan colorado como los hábitos cardenalicios, tuvo que arrodillarse delante del nuevo Papa.
– «Ahora ya sabes quién es ese Bottiglia», respondió Juan Pablo II.