¿Será Francisco II el antipapa de Bergoglio?
El sucesor del Papa difunto será tan conservador como el último en asuntos doctrinales, pero es probable que difiera en las formas hacia un modelo menos expansivo y autoritario, remarcando un periodo de introspección y una personalidad muy distinta
Enterrado Francisco y abierto el camino hacia el cónclave, tiene sentido perfilar la fisonomía y la personalidad del sucesor al trono romano, mejor aún si despejamos el prosaísmo y el quinielismo con que los medios dirimen el proceso electoral a la medida de las convenciones informativas y los tópicos más asequibles: progresistas contra reaccionarios. Y los indecisos, en medio.
La simplificación desnaturaliza o relativiza la idiosincrasia eminentemente conservadora del cuerpo electoral. Una bailarina panameña que conocí en París y que añoraba el sol como el oxígeno se desesperaba por los matices cromáticos que los lugareños utilizaban para definir la capa plomiza del cielo. Gris plata. Gris plomo. Gris pizarra. Gris marengo.
Quiere decirse que la progresía o la regresía de los cardenales depende de matices parecidos. Y que la tentación de fragmentarlos en bloques homogéneos e indisociables como si fuera a producirse un cisma forma parte de la expectativa periodística y no tanto de la naturaleza de la provecta casta cardenalicia. Les uniforma el rojo porque el color de la sangre y el sacrificio. Y los identifica la adhesión a una institución conservadora. Por eso reviste poco sentido sexarlos en partidos políticos o en representaciones territoriales. Monseñor Tagle, papable asiático en las quinielas de 2013 y mucho más en las que proliferan en 2025, no representa a 92 millones de católicos filipinos. Se representa a sí mismo y vota en secreto.
También los inuits disponen de muchas y diferentes maneras para referirse a la nieve, en sus matices y espesores. Pero la nieve es blanca. Y los cardenales visten de rojo y son conservadores. Empezando por Francisco, cuya reputación de «el Papa de los pobres» se expone como una proeza cuando debería percibirse como una mera obviedad. Nadie pide a la Cruz Roja que nos explique con detalle su oposición a la guerra.
La cuestión relevante, por tanto, no concierne a las cuestiones del tradicionalismo ni al dogma, sino a la personalidad y a las connotaciones políticas y temporales. La propia homilía de Giovanni Battista Re en el funeral de este sábado enfatizaba el «temperamento y el liderazgo pastoral» de Francisco, así como su «vocabulario característico», en alusión implícita a las «bergogliadas», es decir, las expresiones porteñas que desperdigaba su santidad para desconcierto de los vaticanistas locales.
Francisco ha sido un pontífice activista, entre cuyas posiciones geoestratégicas tanto destaca el reconocimiento del estado palestino y la sensibilidad peronista-bolivariana como la indulgencia a la invasión de Putin en Ucrania y sus posiciones beligerantes contra el Trump en materia de inmigración y de profanación medioambiental.
Y ha sido un Papa extrovertido y lenguaraz, remarcando una exposición personal cuya ubicuidad ha redundado en su concepción autocrática del cargo. Está en la naturaleza del papado la noción nuclear del primado. Y está en la tradición de la Iglesia la dinámica coronaria —sístole, diástole— de acuerdo con la cual la fase de dilatación antecede a la fase de contracción.
Es la diferencia entre el continuismo y la continuidad. Podríamos anticipar que Francisco II —un nombre virtual— será un pontífice de repliegue. No más ni menos conservador, pero consciente de las distancias formales que ha establecido Bergoglio con su modelo de extroversión personal y trivialización litúrgica. Tan «modesto» ha sido este Papa que no ha hecho otra cosa que diferenciarse con gestos de vanidad, vanagloria y megalomanía. Llamarse Francisco es un ejemplo. Enterrarse en Santa María la Mayor es otro.
Dilatación, contracción. La dinámica «coronaria» identifica el rumbo de Iglesia en la última centuria. La apertura de Juan XIII «corrigió» la introspección de Pío XII, igual que al Papa Bueno le sucedió el perfil discreto de Pablo VI; el carisma universal de Juan Pablo II cedió el báculo a la sobriedad de Benedicto XVI, y Francisco ha remarcado una línea expansiva cuya exuberancia contraindica la hipótesis de un epígono mimético.
Bergoglio no ha emprendido reforma alguna en los asuntos «sociales» que exageran el fervor de la progresía, pero sí ha reanimado el énfasis de la Iglesia en los ámbitos de la lucha de clases y del pudor medioambiental.
Los verdes lo idolatran porque allí donde el Papa habla de la creación, ellos identifican la biosfera. Y se congratulan de un pontífice que acusa al capitalismo de la explotación salvaje de los recursos naturales. Y que relaciona la desigualdad de la tierra con el pecado original de las energías fósiles. Francisco ha adherido a la doctrina social de Leon Bloy, un atormentado escritor francés ultracatólico para quien la prosperidad de unos se producía a costa del sufrimiento de los otros. Se trata de una ecuación muy discutible, pero enormemente eficaz cuando la desigualdad, también en España, delata una brecha. Y cuando el Papa, redentor de los pobres, la vincula a las garras despiadadas del liberalismo y del capitalismo.
Las posiciones localizan el papado en su derivada temporal y política, razones suficientes para explicar la afluencia de líderes planetarios al funeral de San Pedro. Empezando por Javier Milei, cuya capacidad adaptativa a las inercias populistas explica que antaño lo llamara un imbécil comunista y ahora lo considere el personaje histórico más importante de Argentina.
«Construir puentes y no muros». La homilía de Re hizo una alusión al mensaje recurrente de Francisco cada vez que denunciaba la política vejatoria hacia los inmigrantes. Se reflejaba entre líneas el guiño a Donald Trump, cuya indumentaria indecorosa —traje y corbata azules— caracterizaba un desplante que sobrentiende los motivos de su presencia en Roma. No ha venido a participar a un funeral. Ha venido a celebrar una muerte.
Y acaso a entrevistarse con Zelensky. El Vaticano distribuyó una imagen impresionante que identificaba a ambos en el interior de San Pedro. Parece que están confesándose, sentados el uno frente al otro en una silla precaria. Y podría fantasearse con que Francisco habría conseguido el milagro póstumo de un armisticio, pero la «cumbre» se resiente de la ausencia de Putin. Y del boicot del presidente ruso a cualquier renuncia territorial.
Hubiera sido más respetuoso que las reuniones políticas se hubiesen concebido fuera del templo, pero el hecho de celebrarse dentro también demuestra la dimensión política de un pontificado voluntarista, demagógico y caótico, de tal manera que la primera misión de «Francisco II» acaso consistirá acaso en algo tan simple como poner orden.