La rabia y el orgullo del pueblo de Dios
El comienzo de los funerales de Francisco congrega menos fieles de cuantos atrajo Juan Pablo II pero supone una reivindicación de la cultura y la liturgia católicas por mucho que el difunto Papa recelara de la opulencia
El Papa Francisco recelaba de la opulencia litúrgica del Vaticano, pero la repercusión universal de sus funerales no se explica sin el estupor ritual que implica y explora la tradición de la Iglesia de Roma en el umbral del más allá.
Lo demuestra el sobrecogimiento de San Pedro en la ceremonia de traslación del cadáver papal a hombros de los ujieres y dignatarios. Presentaban armas los alabarderos de la Guardia Suiza. Y atravesaban la plaza los cardenales que están llamados al cónclave de la sucesión mientras la letanía de la campana marcaba el compás de los himnos fúnebres gregorianos.
No hace falta creer para sentirse atravesado por el hito cultural y estético de un ceremonial apabullante. Y es verdad que el acento texano del camarlengo Farrell tritura la pureza del latín, pero el impacto escénico de la basílica y la soledad del féretro a los pies del baldaquino predispusieron la gravedad del trance como si pudiera masticarse la ausencia Francisco.
No ha querido el Papa que lo embalsamaran. No ha querido que lo entierren en la gruta vaticana. No ha querido el báculo ni el catafalco, aunque tantas renuncias testamentarias aportan mayor distinción que anonimato a los propósitos de enterrarse con la modestia de un párroco arrabalero.
Francisco será inhumado en la Basílica de Santa María la Mayor. Que no es una iglesia de barrio, sino un símbolo de la iconografía cristiana tan relevante como San Pedro. Lo demuestran los frescos de Giotto. Lo prueba su relación indisoluble con el linaje papal. Y lo acredita la tumba de Bernini, cuya celebérrima columnata identificaba y contenía este miércoles la afluencia de fieles en el centro mismo de la cristiandad. Las cifras no pueden compararse a las que atrajo Juan Pablo II hace veinte años, ni pueden compararse tampoco las restricciones de seguridad, aunque la sensibilidad al rito explica que policías y militares transiten por San Pedro con sus uniformes de gala.
Se trata de exponer el día del orgullo católico. Y de convertir los funerales de Francisco en un ejercicio de reivindicación que subraya la propia originalidad de la Iglesia. No ya por la exuberancia de sus rituales, sino por la identificación con un pastor difunto a cuyos pies van a postrarse Donald Trump, Javier Milei, Vladimir Zelensky, Elon Musk y Felipe VI.
Es la manera de significar la unanimidad que caracteriza el elogio fúnebre de Francisco. Y de matizar la ausencia de quienes han eludido personarse. Pedro Sánchez lo ha hecho por estricto encaprichamiento. Y Putin no viene a Roma porque acaso podrían arrestarlo. Sería maravilloso que lo detuviera la Guardia Suiza. Y que lo condujeran a las mazmorras aledañas del Castel S’ant Angelo. Allí donde fue enterrado Adriano. Y donde Tosca se inmoló, aportando un desgarro brutal a los últimos compases de la partitura de Puccini. Bien podría haber sonado este miércoles el Te Deum con que finaliza el primer acto de la ópera, aunque las obligaciones litúrgicas con el duelo favorecieron la atención hacia las profundas letanías gregorianas.
Pudieron escucharse desde la megafonía de San Pedro mientras los fieles aplaudían la entrada del féretro en el recinto de la plaza. La espontaneidad del gesto no formaba parte de los protocolos, pero identificaba la naturalidad con que los propios feligreses quisieron arropar la última vuelta al ruedo de Francisco. Sobrevino después la misa en honor del pontífice en la orfandad de la basílica y en presencia de los compungidísimos cardenales. No estaban todos aún. Y a casi todos los ha elegido Francisco, cuyos restos se acomodaban en un féretro de ciprés con la distinción del palio, la casulla de sangre y la mitra pontificia. Fue así como pudieron venerarlo los fieles desde las once de la mañana. Se abrieron al mundo las puertas de la gloria. Y desfilaron los romanos y los foráneos con tanta parsimonia como paciencia. Las grandes emociones y las breves plegarias dinamizaron una peregrinación que va a prolongarse durante 72 horas y que enfatiza el espíritu reivindicativo de los funerales en el gran manifestódromo de la Vía de la Conciliazione.
La rabia y el orgullo del pueblo de Dios destacan como nunca -o como siempre- en el hábitat intimidatorio de las sociedades laicas y des-secularizadas. El «hombre moderno» recela de la liturgia y del rito. Y malinterpreta -teme- el sonido arcaico de una campana funeraria.
Nos resulta exótica la indumentaria de la Guardia Suiza. Y se confunde la tradición con el arcaismo, pero resulta que la trivialización de las sociedades inodoras, incoloras e insípidas otorga aún más hondura al hermetismo de la iconografía vaticana y a la exuberancia con que los católicos despiden a su pastor, no ya hermanados en el duelo y confortados en los pliegues de sus hábitos, sino conscientes de que Francisco ha resucitado al tercer día.
Y no hace falta creer. El funeral de un Papa es un acontecimiento cultural. Un hito estético. Una expresión civilizadora que percute en las entrañas. Y que se identifica en las fiebres que padeció Stendhal delante de La Pietá.