Y el «imbécil comunista» se convirtió en santo
La última victoria de Francisco consiste en haber logrado el milagro de la unanimidad: fácil de elogiar por los no creyentes, difícil de criticar por los creyentes
Han amanecido antes que nunca los vagabundos que proliferan en los aledaños de San Pedro. Y no era cuestión de evacuarlos cuando se hace tanta memoria del Papa de los pobres, aunque el abrumador dispositivo policial y el apabullante despliegue mediático caracterizan una sugestión de peregrinaje que devuelve a Roma su condición de «caput mundi«.
Ya se percibía en el aeropuerto de Fiumicino la conmoción de los seglares y de los religiosos, identificados estos últimos con sus hábitos corporativos. Por eso destacan más los franciscanos. La severidad del sayo y la cruz de madera redundan en el voto de pobreza que el propio Francisco convirtió en mensaje universal, aunque él mismo proviniera de la élite jesuita.
Ni la ambigüedad de Bergoglio ni las sombras de su pontificado han desmentido ni alterado el milagro póstumo de la unanimidad. Empezando por quienes llegaron a calificarlo como un «imbécil comunista».
Se ha comido Javier Milei su diagnóstico. Y ha confirmado su presencia en los funerales, compartiendo un duelo más o menos artificial y oportunista al que se han adherido epidérmicamente Putin y Zelensky, Sánchez y Abascal, Xi Jing Ping y Trump, Macron y Le Pen, Erdogan y Maduro.
Se diría que los grandes dirigentes del planeta -y los más pequeños-han encontrado en la elegía de Francisco el único argumento de consenso, igual que sucede en la línea editorial de la prensa española… y de la italiana, hasta el extremo de haberse fomentado la expectativa de la santidad.
La reacción hiperbólica no puede sustraerse a los méritos del pontificado. Y claro que procede discutir la distancia que media entre las palabras y los hechos, pero el análisis en profundidad de un pontificado populista no contradice la percepción general con que se elogia el legado.
Francisco ya es el Papa de los pobres y de los desheredados, el baluarte de los desfavorecidos, el azote del capitalismo, el príncipe de la paz, la bandera de la fraternidad, el activista medioambiental, la expresión iconoclasta que recela de la opulencia eclesiástica y del misterio.
Los deberes con el duelo y el respeto a la capilla ardiente benefician la proeza de la unanimidad. Y descuidan el escrutinio de sus misiones fallidas. Francisco parece más de los que es. Y ha logrado que se le atribuyan empresas nunca iniciadas ni cometidas en la inercia del progreso -celibato, matrimonio gay, divorcio, feminismo…-, pero el retrato vigente en San Pedro y en las tiendas de souvenirs predisponen el triunfo de la hagiografía.
El fenómeno puede explicarse desde un ángulo polifacético. Y no solo porque el elogio de Francisco blanquea el honor de quien lo expone y porque establece la cualificación de papado a medida de cada uno, sino porque Bergoglio le ha puesto muy fáciles las cosas a los no creyentes en su propia superficie de bondad y de perdón. Y porque los creyentes que recelan de su demagogia o de su «progresismo» están constreñidos a respetar los términos providencialistas que caracterizan al cristianismo militante.
Como quiera que a Francisco lo ungió el Espíritu Santo -dicen los fieles-, el Papa mismo responde a un plan determinista y forma parte de una narrativa histórica que ahora explica la devoción incondicional del planeta.
El epitafio del «Papa de los pobres» representaría la victoria de Cristo en el templo de los incrédulos. Empezando por los ateos o los agnósticos a quienes ha satisfecho el mensaje terrenal e inmanente de un Papa humanista.
Gusta mucho a la grey justiciera el mensaje pontificio que abjura del poder eclesiástico. Y no son pocos los turistas y los peregrinos a quienes indignan el mármol y el oro del Vaticano, como si la verdadera revolución pendiente consistiera en abatir y demoler la columnata de Bernini.
Ha renegado Francisco del estupor litúrgico, pero no se explica la repercusión de su muerte ni la atención mediática sin el «teatro universal» en que se desenvuelven las exequias. Y es verdad que Bergoglio ha renunciado a enterrarse bajo la gruta de San Pedro, pero su traslado a Santa María la Mayor remarca un hecho distintivo -diferencial- al que se añade la «opulenta» simplicidad que identificará su propia tumba: Franciscus.
Curiosa modestia aquella en que se revuelve la megalomanía y la iconoclasia. Bergoglio no ha sido un Papa convencional durante el pontificado, ni ha «querido serlo» a título póstumo. «No se imaginan ustedes lo modesto que he sido», podría escribirse a título de epitafio.