Por qué es insostenible el vacío de poder del Vaticano
Francisco no está en condiciones de gobernar la Iglesia en plena crisis planetaria, por eso tiene sentido la hipótesis de la renuncia y no lo tiene un pontificado silencioso, distante y delegado
La «ausencia presente» de Francisco identifica un vacío de poder que va a resultar llamativo porque nos encontramos en año jubilar -se celebra cada cuarto de siglo- y porque sobrevienen las ceremonias de la Semana Santa.
No podrá Jorge Mario Bergoglio presidir ninguna de ellas, igual que se ha descartado la audiencia con Carlos III de Inglaterra que se había anunciado el 8 de abril. Prevalece la idea de la bunkerización y del hermetismo.
Tendremos noticias de la Santa Sede muy dosificadas, imágenes esporádicas, testimonios eventuales, aunque resulta inevitable plantearse hasta dónde alcanza la sede vacante y quién gobierna la Iglesia.
¿Puede realmente hacerlo el Papa en las condiciones en que se encuentra? ¿Hasta qué punto Francisco se ha planteado la renuncia? ¿Qué grado de implicación ejecutiva puede permitirse el pontífice argentino?
Las cuestiones adquieren un sesgo inquietante en el contexto de crisis política que nos ocupa. Y ya le hubiera gustado a Donald Trump que hubiese “capitulado” Francisco en la Clínica Gemelli, pero el regreso a los aposentos vaticanos no significa que el pastor esté en grado de conducir al rebaño. Tampoco implica una mejoría evidente de su estado de salud. Los papas no mueren en el hospital ni se concibe que puedan gobernar por delegación.
Conviene recordar que la peculiaridad del Vaticano consiste precisamente en la anomalía de la teocracia. La tradición y la misión metafísica revisten al Papa de los poderes espirituales y de los temporales, incluidos los ejecutivos, los legislativos y los judiciales. Y no es que el pontífice carezca de validos ni de “corte”, pero los ministros que lo asisten desempeñan un papel explícitamente secundario a la sombra del sucesor de Pedro.
El problema, por tanto, no consiste en el desempeño de las tareas rutinarias -audiencias, ceremonias, documentos- sino en la impronta que reviste de autoridad y de altavoz universal la figura del ‘pontifex maximus’. Ni siquiera el secretario de Estado, Pietro Parolin, está autorizado para suplir la autoridad papal. El cardenal italiano, 70 años, se ocupa de la política exterior, de las funciones diplomáticas. Y se ha convertido él mismo en una figura papable de consenso y de respeto, pero la debilidad extrema de Francisco no le consiente suplantar el personalísimo gobierno del pontífice.
Quiere decirse que al Papa solo puede sustituirlo otro Papa. Y que la “abdicación” revolucionaria de Benedicto XVI caracteriza una sugestión de la que no es sencillo sustraerse. Francisco mismo ha convivido con Ratzinger en el perímetro del Vaticano. Y convive ahora con la presión del antecedente. Por esa razón no se ha disipado en Roma el clima del cónclave. La salud de Francisco es muy precaria. Y son evidentes las tentaciones de “dimitir”, más todavía cuando el régimen de aislamiento y de silencio redunda en la sensación de una grey desorientada y huérfana.
¿Puede gobernarse la Iglesia desde la distancia y la ausencia en los tiempos de la hipercomunicación? ¿No ha sido acaso Francisco un pontífice especialmente activista e hiperactivo en su misión planetaria?
La versión posibilista de la Santa Sede no solo defiende la coyuntura de una gobernanza ‘sottovoce’, también nos recuerda que las grandes decisiones pastorales se adoptan en la reflexión, que la oración distingue al Papa de los otros jefes de Estado y que la costumbre de mostrarse a los fieles empezó solo a generalizarse desde los tiempos recientes de Pío XII (1939-1958).
Vamos a asistir, por tanto, a un periodo de mutismo forzado cuyas características las resumía el cardenal sueco Arborelius en una entrevista a La Repubblica. “Todos comprendemos que después de esta enfermedad hay que encontrar otra manera de ser Papa. Francisco no podrá viajar, no podrá asistir a tantos encuentros. Será más bien un Papa de oración, hará una vida más escondida, más tranquila. Deberá ser menos comunicativo pero querrá comunicar las cosas más importantes: sus palabras tendrán más peso. Y si no tiene la posibilidad de hablar de tantas cosas y de encontrar muchas personas, los gestos tendrán una importancia mayor”.
La reflexión de su eminencia aloja más dudas que tranquilidad. El Papa no se encuentra en condiciones de gobernar la Iglesia ni puede asumir el voto de silencio cuando la crisis planetaria más requiere la autoridad de Roma y cuando el ejemplo de Ratzinger ha dejado entreabierta la puerta de la Capilla Sixtina.