La confiscación de inmuebles fue una práctica común en los inicios del régimen, y ahora el régimen la está aplicando también en edificios públicos.
En lo que va de año, más de 300 nicaragüenses han sido declarados traidores por el Gobierno de Daniel Ortega. El castigo para estos judas consistía hasta hace poco en despojarlos de su ciudadanía, pero los últimos meses el régimen ha desempolvado una práctica de los primeros días tras el triunfo de la revolución: expropiar las casas donde vive el enemigo. Con una pegatina de «Propiedad del Estado de Nicaragua», en los últimos meses se ha notificado el expolio de decenas de viviendas del país centroamericano. Entre los objetivos ha habido periodistas, activistas y personalidades como la escritora Gioconda Belli, el empresario Piero Coen Ubilla o dos exministros de Exteriores.
La confiscación de inmuebles ―muchos de ellos mansiones― resuena en la memoria reciente de Nicaragua. Cuando triunfó la rebelión de julio de 1979, la guerrilla recién llegada al poder del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) se incautó de los acervos de Anastasio Somoza García, el dictador derrocado, y toda su élite. El plan fue anunciado públicamente como una lucha del nuevo Gobierno por devolver al pueblo nicaragüense lo que el déspota les había robado durante años de dictadura.
Pero esta misión robinhoodesca no tardó en corromperse. Durante la década de 1980, ya con Ortega al frente, el Estado sandinista se apropió de todos aquellos solares que iban quedando vacíos por el éxodo de quienes huían de la Revolución, bajo el pretexto de que eran propiedad de «aliados» de la dictadura que habían «abandonado» su país. Pero los 28.000 terrenos expropiados ya no eran para el pueblo.