El método propuesto por Andrés Manuel López Obrador para elegir al candidato presidencial de Morena es novedoso, mas no deja de prestarse al «sospechosismo». El neologismo lo acuñó Santiago Creel, cuando era secretario de Gobernación y aspiraba a remplazar a Vicente Fox; también se le atribuye a María Amparo Casar, quien entonces era su asesora. La novedad consiste en que, por primera vez, el juego sucesorio se ha abierto y está abierto y a la vista de todos. Ningún presidente se había atrevido a tanto. Los detractores de AMLO califican el ejercicio de fársico. Lorenzo Meyer, en cambio, advierte que el proceso iniciado por el líder de la 4T acabó con el misterio y «es la antítesis del que prevaleció en el PRI».
Autor de una extensa obra y ganador del Premio de Investigación Histórica sobre México Contemporáneo «Daniel Cosío Villegas» y de la Medalla Capitán Alonso de León, concedida por el Gobierno de España, entre otros reconocimientos, el historiador recurre al concepto de «caja negra» utilizado por observadores del sistema priista para explicar «el oscuro proceso en virtud del cual el presidente saliente designaba a su sucesor». Cita, como ejemplo, el libro «The making of modern México» (La creación del México moderno, 1964). Frank Brandenburg imagina en él «las negociaciones del presidente saliente con las élites mexicanas hasta llegar a un consenso sobre el sucesor y una vez tomada la decisión el “destape” se posponía al máximo para que el presidente que terminaba no empezara a perder poder. El proceso era predecible y el resultado asegurado de antemano» (Agenda Ciudadana, El Universal, 11.06.23).
López Obrador conoce la historia de México y la interpreta a su manera. El propósito de dejar sucesor salta a los ojos. Con un liderazgo fuerte y una aprobación elevada, el presidente pudo haber señalado a su delfín sin rodeos. Sin embargo, prefirió dar la vuelta a la tortilla. La autoridad que AMLO ejerce sobre su movimiento y la lealtad de los presidenciables, valor al que otorga importancia capital, explica que Claudia Sheinbaum, Marcelo Ebrard, Adán Augusto López y Ricardo Monreal cerraran filas en torno a la 4T, renunciaran a sus cargos y se comprometieran a respetar el resultado de las encuestas mediantes las cuales surgirá el candidato(a) para las elecciones del junio de 2024.
El desafío consiste en acreditar el procedimiento. No hay tapado ni dedazo. Lo que existe, para emplear el mismo argot, es madruguete. López Obrador capitaliza la atonía de la coalición Va por México (PRI-PAN-PRD) y los vacíos legales para adelantar a los tiempos. Morena investirá a su candidato el 6 de septiembre próximo con el disfraz de «coordinador de defensa de la transformación». Después de separarse de sus puestos y de registrarse para competir, los pretendientes disponen casi de dos meses y medio (del 19 de junio al 27 de agosto) para recorrer el país. No debatirán entre ellos y sobre sus gastos no rendirán cuentas a nadie. Tampoco revelarán sus fuentes. La fruta prohibida es el financiamiento privado. Igual tienen prohibido celebrar «alianzas inconfesables» con grupos de interés y entrar en contacto con los medios adversos a la 4T.
Al INE le «preocupa» el activismo de los presidenciables de Morena, pero no hace nada para evitarlo y menos aún para sancionarlo. Las oposiciones mientras tanto, siguen en coma. El paraguas de Va por México se encoge más cada día y no suple la crisis de una partidocracia desarticulada, sin liderazgos y con la moral por el suelo. Obcecados por sus fracasos y con una narrativa circular, los enemigos del presidente López Obrador no pudieron construir en cinco años una propuesta capaz de atraer a las mayorías ni una candidatura competitiva. En su lugar, le erigen altares a los bufones y a los anodinos los declaran héroes. Gastar la pólvora en salvas es inútil. El tiempo se agotó. Han perdido la carrera antes de poner un pie en la pista.