La pintura como propaganda.
A caballo en corveta, en un trono como un auténtico emperador, en el campo de batalla… La figura de Napoleón fue retratada hasta la saciedad por los artistas de la época con un fin marcadamente propagandístico de ensalzar el mito del emperador. Entre sus representaciones más épicas se encuentra, sin duda, el retrato ecuestre en el monte Saint-Bernard que le dedicó Jacques-Louis David en 1805, Napoleón cruzando los Alpes. Vestido con el uniforme de Primer Cónsul al que no le falta detalle en el lienzo. Se hicieron nada menos que cuatro versiones de la escena, a la que se sumó una quinta que David mantuvo hasta su muerte en su taller. En todas ellas aparece tranquilo, idealizado, a pesar de la fogosidad de ese caballo bravío.
Otro de sus mejores retratos se lo debemos a Auguste-Dominique Ingres y su Napoleón I en su trono imperial (1806). Con corona de laurel y abrigo de armiño, cetro y bolas del mundo, representa a un Napoleón hierático en una pintura cargada de simbología monárquica, por ese deseo del emperador de emparentarse con los Borbones.

Fueron muchas también las escenas de batallas, atestadas de figuras y de acción en las que él siempre salía airoso. Y hay ciclos enteros dedicados al periodo de Primer Cónsul. Llegaron a ser tan numerosos que terminó negándose a permanecer en esas largas sesiones de posado y los artistas tuvieron que conformarse con representaciones previas. Material no faltaba: dibujos, grabados, bustos, medallas… De pie, junto a una mesa con documentos y vestido con el chaqué rojo, le inmortalizaron Antoine-Jean Gros, Ingres o Jean-Baptiste Greuze. Una vez coronado, creó un equipo de pintores de corte tan numeroso que tuvo que nombrar a un director artístico para coordinarlos.