El país ha entrado en la zona más oscura y escabrosa de la montaña rusa de la elección presidencial. A juzgar por la actitud desesperada del frente opositor, las embestidas de los grupos de poder y la presión de agencias y de medios de comunicación extranjeros, la sucesión parecería resuelta ya por Claudia Sheinbaum, candidata de la coalición «Para seguir haciendo historia» formada por Morena, PT y Partido Verde. Para borrar esa impresión y levantar el ánimo del antiobradorismo, el expresidente del Instituto Nacional Electoral (INE), Lorenzo Córdova, replicó, en su visita reciente a Saltillo, que el futuro del país no se decidirá con percepciones ni encuestas, sino con votos. Ni Perogrullo pudo haberlo dicho mejor.
Elegido por los diputados del PRI y el PAN en el segundo año del Gobierno de Enrique Peña Nieto para presidir el INE, Córdova urgió a la juventud a ejercer su derecho a nombrar a la futura presidenta y al nuevo Congreso. Los segmentos de votantes cuyas edades fluctúan entre los 18 y los 34 años destacan por dos cosas: 1) representan cerca del 40% de la lista nominal de electores; y 2) su desdén por las urnas y por la política. ¿Y si este codiciado sector le toma la palabra a Córdova, el adalid de las causas democráticas quien, como presidente el INE, no la defendió (un ejemplo son las elecciones para gobernador de Coahuila y Estado de México de 2017 resueltas por Peña Nieto en Los Pinos), y en vez de votar por Xóchitl Gálvez, como al parecer lo supone que lo harán, sufragan por Sheinbaum?
El sentimiento juvenil antisistema lo exacerbaron en México los movimientos estudiantiles de 1968 (donde participaron Claudia Sheinbaum y Ernesto Zedillo, quien, como presidente, sentaría las bases de la transición democrática) y 1971, reprimidos a sangre y fuego por los Gobiernos de Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría Álvarez. Para reconciliarse con los universitarios, Echeverría abrió las puertas de su Gabinete a varios de ellos, pero los principales líderes se mantuvieron al margen. Pablo Gómez, Eduardo Valle y otros militantes de izquierda serían más tarde legisladores por el PRD. El primero es actualmente jefe de la Unidad de Inteligencia Financiera.
Gestado en la Universidad Iberoamericana en 2012 tras la vergonzosa fuga del candidato del PRI de sus instalaciones, el movimiento «Yo soy 132» se organizó para rechazar la candidatura de Peña Nieto (impuesta por los poderes fácticos y el duopolio televisivo), exigir la democratización de los medios de comunicación y demandar un mayor número de debates entre los candidatos a la silla del águila. No extraña entonces que Peña (gobernador de Estado de México a los 39 años y la presidente a los 49) haya concitado desde un principio tanta inquina entre los jóvenes. Por intuir lo que sería su Gobierno, por su formación en el Grupo Atlacomulco o por ambas cosas, el mexiquense fue castigado como ninguno de sus predecesores en las elecciones de 2018. Su administración ha sido una de las más desastrosas y venales.
Con esos antecedentes y los latigazos recibidos de una clase política rapaz, inepta y desconectada de la realidad, que en vez de inspirar a los jóvenes, los ruboriza, ¿qué incentivo tienen para acudir masivamente a las casillas? Existe un motivo de importancia capital: sin su participación, permanente y crítica, no solo el día de las elecciones, sino en la actividad cotidiana de cada uno de ellos y en sus ámbitos respectivos, sobre todo en las universidades, el país seguirá en las mismas manos y difícilmente cambiará. Por tanto, su concurrencia a las urnas es vital. El sistema de privilegios estigmatizó a los jóvenes (a quienes reciben becas les llama ninis, haraganes o viciosos); y el modelo económico, vigente todavía, les niega oportunidades y los condena a un futuro de precariedad laboral y de movilidad social limitada.