La dirigencia del PRI en funciones es el epítome de su historia reciente, la más ruin e ignominiosa. Enfermo de poder, que ya no tiene, Alejandro Moreno tomó la presidencia partidaria virtualmente por asalto, y con artimañas pretende extender su gestión un año más de la estatutaria. El propósito no es otro que repartir el último botín entre él y sus secuaces: diputaciones, senadurías y otros cargos.
Si en 2012 el PRI resurgió de las cenizas abanderado por un candidato presidencial infame, no fue para corresponder el voto con un Gobierno decente, sino para confirmar que «el lobo muda el pelo, mas no el celo». La incompetencia y venalidad de la administración peñista, secundadas por el PAN y el PRD, le abrieron las puertas de la presidencia a Andrés Manuel López Obrador.
El golpe de Moreno para deponer de la coordinación del grupo parlamentario del Senado a Miguel Ángel Osorio, quien, junto con otros legisladores del PRI (Claudia Ruiz, Dulce María Sauri y Pedro Joaquín Coldwell) impugnaron ante la Comisión de Justicia Partidaria y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) las cambios al estatuto favorables a su actual jerarca, constituye un acto desesperado e inútil.
El partido tricolor fue secuestrado por una mafia y no ha habido una respuesta enérgica para rescatarlo. Sauri califica de «artera» la reforma y dice que «la única vía para retomar el camino es la institucionalidad».
La imposición de Alejandro Moreno provocó una nueva oleada de renuncias en una organización vacía de ideología y en crisis permanente de liderazgo y credibilidad. Osorio fue secretario de Gobernación de Peña Nieto y uno de los aspirantes a sucederle. Su paso por el Gobierno de Hidalgo, por el gabinete y por el Senado ha sido marcado por la ineptitud, la intrascendencia y los negocios a la sombra del poder. Como responsable de la política interior en el sexenio pasado tuvo algunos destellos, pero como encargado de la seguridad fracasó en redondo. El escaño senatorial lo recibió como premio de consolación una vez que el PRI prefirió perder con un tecnócrata transexenal (José Antonio Meade) la presidencia.
El TEPJF, que en no pocos casos ha dado muestras de entreguismo y cedido a las presiones del poder político y de la oligarquía, deberá demostrar su autonomía y ratificar la decisión del INE de cancelar las reformas por no cumplir los requisitos. Así evitará que Moreno permanezca en el cargo hasta 2024. El exgobernador de Campeche, cuya administración devino desastre, no ha renunciado a su deseo desmesurado de ser presidente de México cuando la prioridad debería ser mantener con vida a un partido agónico. Esa tarea corresponde a la militancia y a los escasos cuadros comprometidos con la historia y los principios originales de la que por más de 70 años fue la principal fuerza política del país.
Para que el candidato de la coalición tripartita Va por México sea Moreno, el PAN debería someterse y aceptar pactos como el celebrado con Peña Nieto para modificar la Constitución y aprobar reformas de espaldas a la ciudadanía, algunas de las cuales, como la energética, sirvieron a intereses privados y extranjeros. Las últimas dirigencias del PRI figuran entre las más infames después de haber tenido líderes con talla de estadista como Manuel Pérez Treviño, Lázaro Cárdenas, Carlos A. Madrazo, Jesús Reyes Heroles y Porfirio Muñoz Ledo. Frente a ellos, los actuales son una parodia.