Los debates políticos se observan desde diferente perspectiva y según el interés particular —político, económico, partidista e incluso mediático— de quien los juzga. Cada cual ve lo que desea. Si en la denuncia y la crítica —consustanciales a la democracia— se quieren ver «ataques», se verán. Lo mismo ocurre si la atención se fija en las propuestas. Tener telarañas en los ojos no ayuda, falta equilibrar el juicio. Las elecciones para gobernador del 4 de junio son más que un simple juego del poder por el poder. El porvenir de Coahuila está de por medio. La ciudadanía decidirá si vota por la permanencia del partido gobernante desde hace 94 años o por el triunfo de una opción distinta. De las 32 entidades del país, en 30 ya ha habido alternancia.
Transcurrido el primer mes de campañas, lo mejor han sido las controversias entre los aspirantes a suceder a Miguel Riquelme, el cual, a diferencia de sus predecesores inmediatos, procuró no sembrar vientos para evitar las tempestades, aunque en política siempre las habrá. Se le reconoce por ejercer el poder con mesura, contrario a Humberto y Rubén Moreira, quienes implantaron una gubernatura imperial. Riquelme no es una rémora para su partido ni para su delfín, Manolo Jiménez, pero tampoco saldrá indemne. El candidato del PT, Ricardo Mejía, ha señalado irregularidades y ofrece investigarlas. Lo acusa de pasividad frente a problemas heredados: megadeuda y corrupción. Los agravios se castigan en las urnas mientras más se les evada, máxime cuando el daño es permanente.
En los debates, como las ferias, cada candidato habla según le va en ellos. El déficit en cultura democrática, resultado de 70 años de hegemonía priista, atrofió la capacidad para argumentar y rebatir. Las polémicas se vieron siempre como una amenaza. El miedo a la exposición de esqueletos en el armario, de corruptelas insepultas, de amoríos o escándalos sexuales —en Estados Unidos, los devaneos del senador Gary Hart lo dejaron fuera de la carrera presidencial de 1988—, de violencia familiar, de negocios al amparo del poder, inhibió el debate. Y cuando el dinosaurio lo aceptó a regañadientes, devino ejercicio vacuo, cual pasarela. Pues se diseñó para el lucimiento. Las ideas estorbaban y el forcejeo político, también propio de la democracia, se rehuía.
El objetivo de las controversias no consiste en divertir. Más que asesores costosos e inútiles, los candidatos necesitan echar mano de sus mejores armas, sean intelectuales, retóricas e histriónicas, para persuadir a los votantes. También deben generar tensión, evidenciarse unos a otros e incluso parodiar al rival como Armando Guadiana lo hace cuando llama a Jiménez «el Peñanietito de los Moreira». Los golpes de efecto de Mejía acerca de la supuesta protección de mandos policiacos del estado al narcomenudeo y de los contratos por 170 millones de pesos a una empresa del exsecretario del ayuntamiento, Carlos Robles, lograron su propósito. Cada denuncia debe ser investigada. Si son reales, para iniciar las procesos penales respectivos; y si el objetivo es difamar, para actuar en consecuencia. El silencio y las evasiones solo echan leña al fuego.
En el mundo y en el tiempo los estadistas han brillado por su ausencia, sobre todo en países como el nuestro. Henry Kissinger dedica su libro reciente Liderazgo a seis de ellos: Charles de Gaulle (Francia), Konrad Adenauer (Alemania), Richard Nixon (Estados Unidos), Anuar el Sadat (Egipto), Margaret Thatcher (Reino Unido) y Lee Kuan Yew (Singapur). Extraña la ausencia de Winston Churchill, cuya fuerza de ánimo, presente en sus debates y discursos, influyó para cambiar el curso de la historia. En México, mientras la ciudadanía no esté a la altura de las circunstancias, siempre tendremos políticos de medio pelo. Muchos de ellos renuentes a debatir, si no es en presencia de públicos adictos.