Las posturas con respecto a la reforma judicial son claras e irreductibles. Para unos, representa el apocalipsis; para otros, la epifanía de un sistema de justicia largamente esperado en un país donde la impunidad favorece a la delincuencia organizada y de cuello blanco; y por supuesto, a los políticos. El partido gobernante realiza lo que cualquiera, con mayoría en el Congreso general, haría: empuja su agenda para cumplir su programa y con sus votantes. Las oposiciones y los poderes fácticos fueron incapaces no solo de impedir un segundo periodo de Morena en la presidencia, sino de ser su contrapeso en las cámaras de Diputados y de Senadores. El sufragio por la coalición que postuló a Claudia Sheinbaum le dio los instrumentos para continuar el cambio de régimen iniciado por Andrés Manuel López Obrador.
En un sistema presidencialista como el nuestro (el de Estados Unidos también lo es) el Ejecutivo pesa más que los poderes Legislativo y Judicial. Sin embargo, no todos los presidentes han tenido la misma fuerza y legitimidad. Sin esas condiciones básicas, los márgenes de maniobra se estrechan e imposibilitan afianzar un proyecto propio, apoyado por las grandes mayorías. El neoliberalismo privilegió a las élites y ahondó la brecha social. A partir de Miguel de la Madrid y, más aún, de la alternancia, la presidencia se debilitó y quienes la ejercieron terminaron repudiados. Sobre todo en los periodos comprendidos entre Carlos Salinas de Gortari y Enrique Peña Nieto.
Uno de los aciertos de López Obrador consistió en despojar a la institución de la parafernalia imperial (convirtió Los Pinos en centro cultural, vendió el avión que «ni Obama tenía», desapareció el Estado Mayor Presidencial, eliminó la partida secreta y las pensiones a los presidentes) y acercarla al pueblo como antes solo lo había hecho Lázaro Cárdenas. La presidencia no solo recuperó vigor, sino también el aprecio de sectores a los cuales jamás se había tomado en cuenta. Los programas sociales, anatematizados para los Gobiernos neoliberales, son piedra angular.
En sentido inverso, el Poder Judicial jamás tuvo el apoyo ni la fuerza suficientes para detener o anular la reforma que modificará su estructura. La Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) falló a su deber de ponerse por encima de disputas políticas e intereses económicos. Su cercanía y preferencia por las cúpulas la alejó de los estratos sociales menos favorecidos. La consecuencia es el desdén de esa mayoría hacia un aparato de justicia mercantilizado y casi siempre adverso a ella. La defensa del Poder Judicial proviene de su propio seno, de las oposiciones, los grupos de presión y la comentocracia.
Todo cambio genera reacciones, respaldo y rechazo, máxime si es de gran calado. El escepticismo acerca de la reforma judicial es lógico en una república donde la Constitución se adapta a los Gobiernos de turno, y no al revés. Las campañas contra los proyectos de la 4T se explican, en parte, por los muchos intereses políticos y económicos en juego. Para hacer creíble el deseo de dotar a los mexicanos de un Poder Judicial y de una Corte realmente comprometidos con el país, y atentos a sus responsabilidades, la presidenta Claudia Sheinbaum necesita medir por el mismo rasero a las fiscalías —federal y estatales—, a los ministerios públicos y a las policías de los tres niveles de Gobierno. Solo así podrá existir, al fin, justicia para todos; no solo para quienes puedan pagarla.