El fenómeno de la inseguridad y su ensañamiento contra los más indefensos, en especial niños y mujeres, es consecuencia del debilitamiento de instituciones de primera línea como la familia y la escuela; de una crisis de autoridad en las esferas social y política; de sexenios de complicidad y connivencia entre la delincuencia organizada y los hombres del poder; de la impunidad que incita al robo de las arcas públicas y a la barbarie; y de un modelo económico depredador que ha puesto al mercado por encima del Estado bajo el criterio de que las ganancias deben ser siempre para las élites, los costos para la mayoría de la población y los conflictos para el Estado. Los Gobiernos de todo signo ideológico están rebasados y solo rinden cuentas a las oligarquías, sus jefes verdaderos, como Marx lo anticipó, y no a los electores. El desprestigio de la democracia no es de balde.
La inseguridad sigue el mismo patrón inercial de las últimas décadas. Las muertas de Juárez encendieron las alarmas, pero se las tomó a la ligera. La invasión de maquiladoras alteró el papel de las mujeres sin preparación suficiente, pero urgidas de ingresos por los salarios paupérrimos de sus maridos; por haber sido abandonadas junto con sus hijos o por ser madres solteras. Después de jornadas de trabajo alienante, extenuante y mal pagado, las trabajadoras buscaron, como los hombres, válvulas de escape, diversión y evasiones. Infinidad de niños crecieron sin el amor ni la guía de sus padres. Las calles fueron su hogar, escuela y sustento. Muchos fueron atrapados por los traficantes de drogas y se convirtieron en capos o sicarios, antihéroes convertidos en modelos por los apologistas del delito.
En el entretanto, la familia se desintegró y los valores tradicionales fueron suplantados por antivalores. Atribuir la violencia de género y los feminicidios al machismo simplifica un fenómeno de raíces sociales, antropológicas y psíquicas profundas. Los hogares, las sociedades y el mundo están sometidos a un estrés permanente y cada vez mayor. La globalización no es ajena a la infelicidad, la angustia y la epidemia de homicidios y suicidios. André Malraux, autor de La condición humana y ministro de Cultura de De Gaulle, profetizó: «El siglo XXI será espiritual, o no será». Nada puede llenar el vacío existencial (falta de sentido de la vida, tedio, ignorar para qué se vive, según definición de Eduardo Murueta, presidente de la Asociación Mexicana de Alternativas en Psicología), solo la idea de la trascendencia del alma, al margen del credo que se profese o aun sin él. En este sentido, el secularismo le ha dado la razón al periodista y político francés.
Igual que al viento y al pensamiento no pueden detenerlos las barreras, las tapias del poder tampoco podrán contener a las mujeres. Las marchas, plantones y consignas lanzadas frente al Palacio de Gobierno de Coahuila (por el caso de Alondra, entre otros feminicidios) y las puertas incendiadas en la sede del Ejecutivo de Nuevo León, son prueba irrefutable. Los muros del silencio impuesto, de la arrogancia y de la simulación se han agrietado. Pero mientras no se entienda que el Estado no lo puede todo ni lo puede solo, y que buscar culpables conduce a laberintos sin salida, habrá nuevas Debanhis. Es imperativo desarticular las redes de trata y encontrar formas para proteger no únicamente a las mujeres y a los niños, sino toda vida humana. Es hora de que las autoridades, la sociedad, las iglesias, los medios de comunicación y los demás sectores creen condiciones para recuperar la paz, y con ella, la humanidad y a nosotros mismos.