Los aficionados en México no miran el cartel, sino las decisiones judiciales para saber si podrán asistir a una corrida de toros. Recursos y amparos han convertido las tardes taurinas en una incógnita que se resuelve de una hora para otra. Los días pasados se habían programado tres festejos, una vez que los tribunales dieron vía libre tras más de un año de prohibición en la Ciudad de México, pero los tira y afloja entre la empresa de la Plaza y las organizaciones antitaurinas tuvieron a los jueces ocupados. Finalmente, hubo toros en la Monumental, el coso más grande del mundo, con capacidad para 42.000 asistentes sentados, que este lunes celebró su 78 aniversario.
Otra peculiaridad de los tiempos actuales es que las corridas van siempre acompañadas de protestas en las afueras del redondel y medio centenar de policías se destinaron el fin de semana a custodiar las entradas para evitar altercados. La fiesta brava ha perdido el fulgor de antaño, cuando los toreros eran famosos y aclamados y la plaza, una cita de celebridades digna de la mejor crónica social. A nadie se le escapa que el declive tiene que ver con la falta de interés que muestran las nuevas generaciones hacia lo que consideran un espectáculo bárbaro de sufrimiento animal. Ciertamente, hay que estar acostumbrado para aguantar una tarde de sangre y espadas. Y los jóvenes no lo están. Si ya les cuesta hincar el tenedor en una tajada de conejo, difícilmente soportarán la muerte de la carne en vivo. Un veganismo creciente es la otra cara de la misma moneda.