Las instituciones políticas, empresariales o de cualquier índole generan reservas y recursos para afrontar las crisis provocadas por los cambios de paradigma, la competencia atroz y la irrupción de nuevos actores. Si los desaprovechan y no se adaptan a los tiempos, entonces se reducen a su mínima expresión e incluso desaparecen. El PRI, partido más longevo de México (en marzo próximo cumplirá 95 años), se halla en ese trance. Cuando perdió la presidencia en 2000 por el hartazgo ciudadano, equivocadamente se pensó que el fin del dinosaurio había llegado. Para celebrarlo, multitudes jubilosas pasearon por las calles ataúdes con sus siglas. Sin embargo, 12 años después, cuando el país despertó, «el dinosaurio todavía estaba allí» como cuenta Augusto Monterroso en El dinosaurio.
El PRI sobrevivió por el apoyo de sus bases, su estructura territorial, su experiencia y su relación histórica con las élites económicas y los grupos de interés. Durante su exilio de Los Pinos conservó la mayoría de los estados —donde se atrincheró— e influyó de manera decisiva en las administraciones de Vicente Fox y Felipe Calderón por medio de sus diputados y senadores. Los gobernadores priistas, una vez empoderados, impusieron a uno de los suyos en la presidencia (Enrique Peña Nieto, de Estado de México) con la ayuda del PAN. La alternancia se logró, pero el cambio prometido por la derecha jamás llegó. Los problemas del país se agravaron en los sexenios de Fox y Calderón, y la corrupción se ahondó.
En ese entorno recuperó el PRI la presidencia. No porque los mexicanos hayan olvidado su historia y perdonado sus agravios, sino porque la nomenclatura pactó con el PAN y los poderes fácticos. El propósito era cerrarle el paso a Andrés Manuel López Obrador. Con ese propósito escogieron un candidato anodino, manipulable, corrupto y funcional a sus intereses y los del gran capital nacional y extranjero: Peña Nieto. Junto con los gobernadores del PRI aportaron recursos para comprar votos. No es casual que los estados (sobre todo Coahuila) hayan disparado su deuda en esos años.
Las elecciones de 2012 se ganaron, pues, con dinero y guerra sucia. El candidato del PRI gastó en su campaña más de cuatro mil millones de pesos; el tope legal era de 300 millones. El Instituto Nacional Electoral, entre cuyos consejeros figuraba Lorenzo Córdova, y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, a cargo de José Alejandro Luna Ramos, tenían bases para invalidar del proceso, pero hicieron la vista gorda. El plan funcionó a pedir de boca: Peña utilizó el Pacto por México para abrir Pemex y la Comisión Federal de Electricidad a la inversión privada con los votos del PRI, PAN y PRD en el Congreso.
El poder económico adquirió una fuerza inusitada, pero al tiempo que el presidente seguía su agenda a pie juntillas, el malestar social, la incompetencia y la corrupción desfondaban al Gobierno. Dominado por el PRI y el PAN, el Congreso repartía a los estados dinero a manos llenas, sin cuidar su aplicación. Los diputados cobraban comisiones a los alcaldes por fondos federales de distintos ramos —aprobados por ellos— e ignoraban el enfado ciudadano expresado en las urnas. Las élites, el prianato y sus pajes del PRD hicieron del Pacto por México un burdel; y de Peña, un títere. Mientras la mayoría se empobrecía y los beneficios eran para unos pocos, el país se incendiaba y las llamas se apagaban a gasolinazos. La borrachera de poder tenía los días contados.