Difícilmente los debates pueden cambiar el escenario electoral y modificar un resultado previsible, aunque siempre esté sujeto a imponderables. Es aún más remoto cuando en México la carrera presidencial tiene como clara favorita a Claudia Sheinbaum, candidata de la alianza encabezada por Morena. La candidata del bloque opositor, Xóchitl Gálvez, parece tenerlo todo en contra. Cargar con las siglas del PAN, PRI y PRD y con el descrédito de sus dirigentes le impide avanzar. Solos o en banda, Marko Cortés, Alejandro Moreno y Jesús Zambrano son garantía de derrota. Gálvez puede responder por su pasado, mas no por el de quienes han convertido los partidos en prostíbulos.
El debate el 7 de abril resultó decepcionante. Era demasiado pedir a una candidata improvisada e impuesta por la partidocracia tradicional y los poderes fácticos vencer a quien se preparó para ser la primera presidenta del país. La apuesta por Gálvez fue desmesurada. Sheinbaum se impuso a una estructura política caduca y al conjunto de intereses cuyo propósito consiste no solo recuperar los privilegios perdidos en los cinco últimos años, sino volver a mandar. Nada más conveniente para que una presidenta débil y subordinada a ellos como lo estuvieron Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto.
La polémica entre Sheinbaum, Gálvez y Jorge Álvarez Máynez es una de las peores desde la protagonizada por Ernesto Zedillo, Diego Fernández de Cevallos y Cuauhtémoc Cárdenas el 12 mayo de 1994. En primer lugar, por el nivel de los aspirantes a la presidencia: Zedillo, un economista prestigioso; Fernández, uno de los mejores tribunos del PAN; y Cárdenas, el líder moral de la izquierda renacida tras el fraude electoral de 1988. El candidato del PAN ganó el debate, pero no pudo vencer en las urnas a Zedillo porque el aparato utilizó, para impedirlo, el cúmulo de recursos a su alcance.
El debate entre Fox, Francisco Labastida y Cárdenas fue significativo pues marcó la alternancia en el poder. El PRI y su candidato llegaron vencidos de antemano. Los electores estaban hartos del mismo partido y votaron por el PAN cuyas banderas de honestidad y de cambio convirtieron en jirones los primeros vientos. La incompetencia, codicia y liviandad de la pareja presidencial dieron al traste con la esperanza de legiones. La ausencia de Andrés Manuel López Obrador al debate de 2006 con Felipe Calderón y Roberto Madrazo, por un error de cálculo y exceso de soberbia, le hicieron perder las elecciones así haya sido de manera fraudulenta. Las presidencias fallidas de Fox y Calderón facilitaron el retorno del PRI a Los Pinos en 2012, previo acuerdo con el PAN y los grupos de presión para cerrarle el paso a AMLO.
La confrontación entre AMLO, Ricardo Anaya y José Antonio Meade, en 2018, trascendió porque llevó a la tercera alternancia. Sin embargo, a diferencia de sus predecesores, López Obrador asumió el mando del país desde el primer día en vez de cederlo a las élites o de ser su comparsa. Esa circunstancia le permitió tomar el control de la sucesión presidencial y conducir a Sheinbaum de la mano hasta las puertas de Palacio Nacional para continuar el proyecto de la 4T. El sometimiento y debilidad de Fox, Calderón y Peña Nieto les impidió impulsar a sus favoritos: Santiago Creel, Juan Camilo Mouriño (fallecido en un accidente de aviación insatisfactoriamente aclarado), Ernesto Cordero y Luis Videgaray. El debate del 7 de abril fue malo y el formato, peor todavía. Los candidatos necesitan libertad, moverse en el escenario y ser imaginativos para atraer a la audiencia. El cara a cara dejó un mensaje indubitable: Si los dos siguientes son igual de insustanciales, ¿para qué verlos si nada va a cambiar y tampoco la intención de voto?