Una fábula cuenta que en cierta república bananera, con ínfulas primermundistas, la partidocracia nombró como presidente a un chivo, legitimado en las urnas por la ciudadanía. A los más suspicaces les olió mal tamaña extravagancia. ¿Cómo qué dejar en las patas de un animal el destino de una patria «tan rica en recursos como generosa con sus ladrones». El partido de los venales recurrió a la desmemoria colectiva, minimizó los pecados del rumiante y persuadió a la población de sus cualidades «únicas a la hora de gobernar». Pero aun así no se confió. Asesores de imagen que le conocían desde pequeño ordenaron que el rumiante solo podría emitir balidos en ambientes controlados.
El candidato era ovacionado por todo el mundo y la prensa oficialista lo arropaba e interpretaba sus ideas. «Mire usted, cuando dice ¡beee!, significa que, de ahora en adelante, los destinos de la república serán gloriosos». La traducción simultánea de la televisión hacía que el discurso sonara así: «No subiré los impuestos, tu familia vivirá mejor»… y todo un rosario de promesas a cual más de quimérica. La parábola cuenta que uno de los mayores deslices del chivo ocurrió en una Feria del Libro. No por su ignorancia al no poder citar tres títulos decisivos en su vida o por atribuir a un autor la obra de otro, sino porque, en vez de presentar los libros… se los comió. El control de daños resultó impecable.
El chivo disfrutaba los baños de pueblo, así fuera de colmillos afuera. Durante las ferias del voto el Partido de los ladrones lo paseaba atado con una cuerda y los asistentes tenían el privilegio de tocarle y acariciarle las astas. «¡Vaya cuernos!». El olor a cabrito desaparecía como por arte de magia; y a la hora de discursear, los acarreados celebraban jubilosos sus balidos. El resultado de las elecciones no sorprendió a nadie. La compra masiva de votos, a cargo de los operadores cibernéticos y de campo del Partido de los ladrones, le dio al chivo una victoria clamorosa. Las manifestaciones de la oposición, como pasa siempre en estos casos, fueron silenciadas ipso facto y la ciudadanía se olvidó del asunto. ¿Cuál deuda? ¿Cuáles empresas fantasma?
El nuevo mandatario de la república bananera con ínfulas primermundistas también tuvo su luna de miel. El experimento estrambótico podría no ser tan malo, pensaba el pueblo resignado. Inspirado acaso en el primer telepresidente de un país hermano, el chivo ideó un frente amplio con otros partidos, benéfico para todos, pues aumentaría el margen para la rapiña. Después vinieron los problemas. Uno de los mayores consistía en que el palacio era de cristal. El Partido de los ladrones cubrió patas y cuernos con esponjas. El remedio, en términos de imagen, dejaba mucho que desear.
Cuando la naturaleza llama, qué remedio. El sonido de vidrios rotos llegaba a las calles. En las giras por la república pasaba lo mismo. Vitrinas, escaparates y hasta lentes quedaban hechos añicos. Por si no bastara, la economía entró en picado junto con la credibilidad del Gobierno. Pues al tiempo que los voceros descalificaban a los críticos y veían conspiraciones en cada esquina, los nuevos ricos se multiplicaban. Adquirían propiedades, medios de comunicación y lavaban dinero dentro y fuera del país.
Los partidos de oposición entendieron el mensaje. Cambiaron sus estatutos y empezaron a postular candidatos de la fauna. Los electores, cual chivo, se daban golpes contra la pared. «Todos son iguales», decían decepcionados de los animales políticos de dos y cuatro extremidades. En respuesta, el Partido de los ladrones y sus aliados reformaron la Constitución para que, en adelante, los animales fueran los únicos elegibles. «El chivo podría terminar su periodo sin consecuencias». En los países bananeros, a la mayoría y a las élites les importa un comino su destino. El chivo daba circo y toleraba la rapiña. La historia siempre se repite.
(* Adaptación libre de «La parábola del chivo en cristalería» de Ramiro Padilla Atondo, Sin Embargo, 23.02.15)