Me sorprendió el otro día yendo al Teatro Real una ruidosa manifestación animalista cuyas pancartas exigían la “liberación” de los animales, especialmente las criaturas enjauladas. Espero que me avisen cuando suelten a las fieras, más que nada para evitar situaciones de peligro. Y para prevenirme del escarmiento que castigaría mi condición de carnívoro.
No se explica el animalismo sin la contribución embrionaria de Peter Singer. Su tratado de “Liberación animal” (1975) comenzó a propagar una ideología que pretendía emancipar a los animales que han compartido el camino del hombre desde hace más de 10.000 años. La cuestión es que los animales de compañía han ido adquiriendo un proceso de humanización. No porque ellos los reclamen, sino porque se los convierte en miembros de la familia, se los viste y hasta se los miniatuiriza. Los humanos tenemos deberes hacia los animales, naturalmente. Estamos obligados a tratarlos bien. Que no significa abrazarlos como a un bebé, sino identificarlos en su cualidad especista. Se maltrata a un galgo en una casita, por mucho que se haya puesto de moda entre los hipsters urbanitas presumir de estas criaturas. Y se honra al perro pastor dejándole faenar con el ganado. Un gato no espera la celebración de su cumpleaños. Y a un caballo de carreras le frustraría vivir en el bosque, entre otras razones porque las relaciones de cercanía y de convivencia de animales y humanos ha convertido a estos últimos en creadores o perfeccionistas de las especies mismas, tanto por las novedades genéticas como por los procesos de selección.
Otra cuestión es la percepción del mundo animal desde las perspectivas urbanitas. Es en nuestras ciudades donde se ha arraigado el culto y la devoción a las mascotas. Una categoría superior a la que degrada a los demás animales porque aquellas se han incorporado a la rutina familiar. O porque han sustituido las carencias afectivas. O porque les atribuimos comportamientos “muy humanos” que no dependen de su naturaleza, sino de la estilización a la que los sometemos.
No son demasiado compatibles el animalismo y el mascotismo, pero la batalla que pueda librarse entre unos y otros partidarios no parece ni prioritaria ni producente, más todavía cuando las mayores simpatías a la causa animalista la proporcionan los vídeos virales de mascotillas. Y de mininos.
Es el animalismo una distopía que emula los movimientos de liberación característicos del siglo XX, pero trasladados a una concepción igualitaria de los seres sintientes. O no tan igualitaria, pues el fundamentalismo de esta doctrina abjura de la dignidad de los humanos.
Los animales no tienen derechos, como tampoco deberes. En caso contrario, deberíamos incorporarlos al cumplimiento de las leyes, o del derecho natural, exactamente como le sucedió a la cerda Falaise en un proceso tardomedieval que conmovió a la opinión pública francesa. Fue acusada la gorrina de matar a un niño. Y condenada a muerte por la misma fechoría. El antecedente sugiere un escenario de caos, pero también retrata el último escalón de la igualdad que debería sopesar el animalismo antes de proyectar con El planeta de los simios.
No tienen derechos los animales, no, del mismo modo que no tienen obligaciones. De otro modo, resultaría pintoresco que la policía detuviera en su jaula a un hámster hembra que ha devorado o asfixiado a sus hijos. Los animales responden a sus instintos. Los humanos los corrigen con la cultura y con la conciencia civilizadora y con el sentido de la comunidad.
Los animales no son malos, a diferencia de los hombres. Ni tampoco son buenos. Los animales simplemente “son”. Las categorías semánticas con que se los humanizan forman parte de una elaboración conceptual que el sectario movimiento animalista pretende convertir en la hermandad de los mamíferos y en el regreso al solaz del paraíso