Ningún partido gana el poder para perderlo en la próxima elección y menos para entregarlo voluntariamente, sino para retenerlo de manera indefinida. En ese afán utilizan todos los recursos a su alcance —legales e lícitos—: urden alianzas, atropellan, traicionan y en casos extremos recurren al asesinato y al terror. Esas lógicas perversas prevalecen hasta que los ciudadanos dicen basta. El PRI celebra el 94 aniversario de su creación sostenido por su enemigo histórico: el PAN. El pacto cupular avergonzaría a los fundadores de ambos partidos. Igual debe pasar con los militantes que, por respeto a la historia y a sí mismos, anteponen valores y principios a la conveniencia de líderes anodinos e incompetentes. Para ellos la componenda es honorable.
Hasta los albores del presente siglo, México era la envidia de las satrapías de América Latina, pues encarnaba la «dictadura perfecta», según caracterizó el escritor Mario Vargas Llosa nuestro sistema político. Hace apenas tres décadas, el partido de Estado controlaba la presidencia, las Cámaras de Diputados y de Senadores, la totalidad de las gubernaturas, los 32 congresos locales y la mayoría de las alcaldías. Hoy solo gobierna tres entidades, de las cuales Estado de México y Coahuila están en riesgo por las elecciones de junio próximo, es minoría en el Congreso federal y en legislaturas estatales.
Lo menos que podía esperarse de un partido agónico es un mínimo de humildad y pudor, y una autocrítica de cara a la sociedad. Ya no para salvarse, sino para tener una muerte digna. Sin embargo, a una dirigencia ensoberbecida, venal y narcisista, lo único que le interesa es salvar el pellejo. La crisis terminal del PRI se afronta bajo la guía de un par de bandoleros. Alejandro Moreno y Rubén Moreira se hicieron con trampas con las siglas corroídas del partido con el mayor rechazo ciudadano (32.1%) y menor preferencia electoral (7.9%) [Arias Consultores, 30.11.22] y han vuelto a las andadas para extender su periodo un año más a efectos de repartir las migajas del poder (un puñado de senadurías y diputaciones) entre ellos y sus secuaces. El fuero les garantiza impunidad y la posibilidad de venderse a Morena.
La ambición del tándem Moreno-Moreira tiene su equivalente en la actitud pusilánime del grupo opositor encabezado por el exsecretario de Gobernación, Miguel Osorio; el exlíder del PRI, Pedro Joaquín Coldwell; el exgobernador de Guerrero, Héctor Astudillo, y algunas figuras femeninas. Entregar el PRI a los exgobernadores de Campeche y Coahuila fue una felonía, y agachar la cerviz frente a los amagos de expulsión, un acto de cobardes. Para ellos y para quienes optan por el silencio, los privilegios compensan cualquier humillación. Obnubilados, fantasean que el PRI aún puede ganar la presidencia, y que renunciar los privaría del botín.
Moreno, Moreira y sus comparsas están en las antípodas de Cuauhtémoc Cárdenas y Porfirio Muñoz Ledo en términos de carácter, liderazgo y dignidad. La ruptura de ellos y otros líderes de izquierda con el PRI, por negarse a democratizar los procesos para la selección de candidatos a la presidencia y demás cargos, marcó el fin de la hegemonía. La sola idea de que otro Moreira (Rubén) suplante el puesto que antes desempeñaron Carlos A. Madrazo, Alfonso Martínez y Jesús Reyes Heroles, debe ser insultante y motivo de vergüenza para la menguada militancia de un partido en decadencia.