Una vez decidida la elección de gobernador vendrá la resaca de cada seis años por un resultado que alienta a unos y decepciona a otros. Más de medio millón de ciudadanos votó por los candidatos de oposición, pero casi tres cuartos de millón lo hicieron por el oficialista Manolo Jiménez. El abstencionismo rozó esta vez el 54% (un millón desairó las urnas). Quizá lo hicieron porque los aspirantes no cubrieron sus expectativas o por la náusea provocada por los partidos. Rara vez se nombra a los mejores y quienes acceden al poder casi siempre abusan y defraudan la confianza ciudadana. «Si en la república de las plantas existiera el voto universal, las ortigas desterrarían a las rosas y a los lirios», advierte el filósofo francés Jean Lucien Arreat.
A pesar del activismo de organismos civiles —algunos claramente oficialistas, otros embozados y algunos de buena fe— para promover el voto, la historia volvió a repetirse. No hay nada nuevo bajo el sol. Las campañas son un juego en el cual los pretendientes ofrecen todo (por ejemplo: «Construir un puente incluso donde no hay río», Nikita Kruschev, dixit) y los votantes fingen tragarse el anzuelo. Los partidos dependen de sus estructuras. El voto libre les asusta y por tal razón lo evaden. Sin embargo, cuando la ciudadanía decide participar y recordarles a los políticos quién manda realmente, no hay maquinaria ni Gobierno capaces de contenerla. Las alternancias de 2000 y 2018, sin duda las más relevantes, son prueba irrefutable. Al final, como advierte el poeta y diplomático estadounidense James R. Lowell, «La democracia da a cada uno el derecho de ser su propio opresor».
«Prometer no empobrece». El lema, favorito de los políticos en campaña y en el Gobierno, es a una licencia para mentir. Para darle formalidad a sus embustes, llegan a firmarlos ante notario. Si ni ellos mismos se los creen, la ciudadanía, menos. Peña Nieto faltó a la mayoría de las 266 promesas que suscribió a bombo y platillo, pero la propaganda oficial las dio por «hechas». En Coahuila, el Centro Oncológico de la Región Sureste, una de las escasas inversiones federales, se reportó «en proceso». Rubén Moreira lo inauguró para inflar su último informe… con aire, pues era un cascarón vacío. La obra la puso en servicio Miguel Riquelme ya bien entrado su sexenio. El Metrobús Laguna se abandonó sin haber iniciado operaciones.
Salvo algunas propuestas novedosas, las campañas para gobernador adolecieron de los vicios de siempre. La misma guerra de lodo y la misma cortedad de miras. Frente al desarrollo incesante de la vecina potencia industrial, de negocios y servicios (Nuevo León) y los desafíos de la expansión industrial con sus múltiples efectos —positivos y negativos— se ofrecieron paliativos, «mejoralitos». El gobernador Óscar Flores Tapia, con mayor visión que los tecnócratas, advertía desde hace 45 años la necesidad de un tren ligero de Saltillo a Ramos Arizpe y otro entre las capitales de Coahuila y Nuevo León. El tema es recurrente y la llegada de Tesla a la región volvió a insertarlo en la agenda mediática.
El estado necesita obras de alto impacto para mantenerse a la altura de sus competidores del norte, el centro y el Bajío. Un tren entre Coahuila y Nuevo León costaría, según especialistas, alrededor de 10 mil millones de pesos. ¿Se dispone de esos caudales? La respuesta salta a los ojos. Sin embargo, solo con los intereses de la megadeuda, pagados en los doce últimos años, se habrían construido cuatro. De ese tamaño es el daño causado a los coahuilenses. Sumas ingentes del erario se desviaron hacia campañas políticas del PRI, para insuflar egos, comprar candidaturas, votos y fabricar fortunas. El precio ha sido enorme. Imposible pasar página ante tamaña infamia.