No es fácil la tesitura de advertir a la sociedad de sus comportamientos delirantes y autodestructivos. Llevo unos años alertando de la desgracia de los patinetes, pero mucho me temo que va a resultar imposible desarraigar las comidas y las cenas de empresa.
Proliferan estos días las cenas de empresa porque la sugestión de la Navidad establece una tregua social. Que no es la paz ni la concordia, sino la hipocresía. Por eso resultaría preceptivo que estas reuniones de impostado hermanamiento se desarrollarán en los términos un pacto de abstemia.
Porque el alcohol es contraproducente respecto a las intenciones de la mascarada social. Ingerirlo como anestésico hacia dentro conlleva una pérdida de control hacia fuera, de forma que las comidas y las cenas de empresa terminan degenerando en reyertas o ajustes de cuentas.
Se acaba diciéndole al colega del despacho de al lado lo que realmente piensas de él. O sucede que la bebida incita otras desinhibiciones. Confesarle a la compañera de curro que la empotrarías en el baño, cuando la compañera de curro no deja ni terminar la frase porque ha huido en un taxi.
Es un escarmiento a las pretensiones filantrópicas de estas alegrías artificiales que induce el patrón para hermanar al rebaño y compensar con unas botellas de cava y un jamón de bodega normalmente reseco su rechazo sistemático al aumento de sueldo o a la flexibilidad laboral. No es un gesto de generosidad, la cena. Es un ejercicio populista, me vais a permitir, del que el patrón se vale para encubrir su desprestigio.
Se llaman comidas de empresa porque el personal termina devorándose. No siempre de manera explícita, pero si de forma elocuente respecto al trauma de irte a cenar con las mismas personas con las que trabajas, no digamos cuando hay amigo invisible, porque amigos visibles no puede haberlos en estas ceremonias de sonriente sordidez.