Desde que la farmacéutica Bayer patentó la aspirina, en 1899, los médicos han recetado este medicamento como analgésico, antiinflamatorio, antipirético (para bajar la fiebre) y antitrombótico, un tipo de fármaco que evita la formación de los trombos que causan problemas cardíacos. El ácido acetilsalicílico no faltó en ninguna casa durante décadas del siglo pasado. No podía hacerlo: acallaba los lamentos de los traumatismos, aliviaba el malestar de las contracturas musculares, suavizaba el calvario de las lumbalgias, mitigaba dolores menstruales y articulares… Hasta que fue sustituido por medicamentos más modernos, como el ibuprofeno y el paracetamol. Para otra medicina habría sido el primer paso de una amarga decadencia, pero la popularidad de la aspirina no menguó. Todo lo contrario.
La investigación científica sobre los efectos de este fármaco no ha dejado de producir resultados interesantes para problemas más serios que el lumbago, la fiebre y el dolor de cabeza ocasional. Una posible mejora del pronóstico de los pacientes de covid-19, según un estudio de la Escuela de Medicina de la Universidad de Maryland, es lo último. Pero no lo mejor (es más, se trata de un estudio puntual y pequeño, de 400 personas, cuyos resultados deberían ser replicados en otras investigaciones para empezar a ser tenidos en cuenta. En ningún caso justifica la automedicación). Es mucho más interesante, fundamentalmente porque cada vez cuenta con un mayor consenso científico, que numerosas publicaciones atribuyen a la aspirina efectos como agente preventivo frente al cáncer. En un ensayo estadounidense publicado en la revista JAMA Network Open hace un año, los pacientes que usaban aspirina hasta 3 veces a la semana tenían una menor mortalidad a causa de distintos tipos de cáncer. Una revisión de la literatura científica que vio la luz el pasado noviembre en la revista Gut, que se centra en el cáncer colorrectal, sugiere que ejerce un efecto protector significativo frente a esta enfermedad.