En el clima de encono y polarización de nuestros días —no solo en México, sino también en las democracias más antiguas— la mesura oxigena la política y el ruido pierde decibelios. Las pausas y el silencio son útiles y necesarios para la reflexión en este mundo de locos. Si «en el país de ciegos, el tuerto es rey», en la política quien antes de hablar piensa merece, si no reconocimiento, sí al menos atención. He asistido a informes de gobernador desde el cuarto que rindió Eulalio Gutiérrez Treviño. En el sexto —con Óscar Flores Tapia ya como gobernador electo— se destapó el caso de la deuda por más de 500 millones de pesos a la federación, la cual vino a cobrar el secretario de Hacienda, Mario Ramón Beteta, quien asistió con la representación presidencial.
No se trató de un tema de malversación, como el de la megadeuda, sino de impuestos que en vez de enterarse a Hacienda se aplicaron para sufragar obras ordenadas por el presidente Echeverría. Flores Tapia cubrió el pasivo y el prestigio de Gutiérrez Treviño quedó intacto. Eran los tiempos en que el costo de ser gobernador se pagaba con «sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor», expresión utilizada por el estadista británico Winston Churchill al asumir el cargo de primer ministro cuando el nacionalsocialismo tenía contra las cuerdas a los Aliados.
Flores Tapia, a quien Saltillo debe su transformación, derrochaba en cada informe sus dotes histriónicas y de tribuno. En obra pública, infraestructura, vivienda y salud, nadie lo ha igualado. Al igual que sus predecesores y sucesores, tuvo un año el calor del presidente que lo nombró y cinco de frialdad del que lo reemplazó. La inquina entre el gobernador y el ejecutivo federal (incluso del mismo partido) no es nueva. La renuncia de Flores Tapia la provocaron sus desplantes y sus diferencias con López Portillo.
En otros informes el ambiente fue de cabaré. Los hubo también donde el gobernador accedía al recinto a gritos y sombrerazos. Luego se volvió a la seriedad y a la circunspección. Las interpelaciones vinieron cuando los partidos de oposición, sobre todo el PAN, lo eran en verdad, no comparsas del poder. Humberto Moreira dejó de acudir al Congreso para no abollar su imagen ni ser exhibido como ídolo con pies de barro. Rubén Moreira regresó a la sede legislativa con ínfulas de dictador y para humillar a «sus» diputados.
El informe de Riquelme de este miércoles fue sobrio y comedido. En el siguiente estará su sucesor —del PRI o de Morena— en primera fila. El ciclo sexenal se cumple con puntualidad de reloj atómico. El lagunero ha sabido administrar los tiempos y el poder lo ha ejercido sin excesos. No haber sido piedra de escándalo lo favorece y al estado le evita sinsabores. El lagunero recorrió todo el escalafón para llegar a donde está. Los diputados de oposición fijaron su postura antes del informe y en la ceremonia —con marcada presencia del sector privado— guardaron compostura. La representación del PAN cuidó su alianza electoral con el PRI y la del Verde volvió a enseñar el cobre.
La crítica provino de Teresa Meraz (Morena) y Rodolfo Walss (independiente). El expanista mostró una parte del arsenal que se empleará en la campaña para gobernador —sobre todo si Ricardo Mejía, favorito del presidente Andrés Manuel López Obrador, es, como todo indica, el candidato—: Metrobús Laguna, megadeuda y supuestos casos de fraudes y enriquecimiento. Riquelme no salió a hombros del Congreso, pero sí fortalecido y con un compromiso indubitable: utilizar el resto de su capital político para cerrarle el paso a la 4T en Coahuila y transmitirle el poder al más aventajado de los aspirantes a sucederle. La mayor reserva de votos del PRI está en Saltillo.